Tuesday, June 19, 2012

Llamen a la puerta, por favor, por María José Ferrer Echávarri


Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción.
Virginia Woolf
El pasado miércoles supe que de la XCIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española ha salido un plan pastoral titulado La nueva evangelización desde la Palabra de Dios. “Por tu Palabra, echaré las redes” (Lc 5,5). Entre sus propuestas figura que la Subcomisión Episcopal para la Familia y Defensa de la Vida, presidida por el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Plá, redacte y difunda “un documento que proponga la verdad del amor y oriente sobre la ideología de género y legislación familiar”, con el fin de desvelar “cuáles son las falsificaciones en esa materia y sus realizaciones auténticas, la belleza y el significado del amor humano para la felicidad de las personas y para la paz y el bien común”, según Juan Antonio Martínez Camino, portavoz de la CEE.
Resulta difícil no sentir cierto hastío al comprobar, una y otra vez, el empeño de la jerarquía eclesiástica en demonizar el feminismo –negando, por tanto, la posibilidad de que se pueda ser cristiana/o y feminista– y en alertar de los peligros que entraña no solo para la familia, sino también, por lo visto, para una correcta comprensión del amor humano, imprescindible para la felicidad, la paz y el bien común. Pero como sospecho que hay quienes cuentan con ese hastío para seguir hostigando a las mujeres que creemos que el feminismo no solo no es incompatible con el Evangelio, sino necesario para hacer posible el Reinado de Dios, voy a aparcar mi propio tedio, no sin pereza, y escribir algo sobre la cuestión, inspirándome en la idea de la “habitación propia” de Virginia Woolf y en las reflexiones que dos amigas, Rosa y Matilde, han hecho sobre el tema. Gracias a las dos por compartir conmigo vuestros pensamientos.
En 1929, Virginia Woolf escribió Un cuarto propio, obra en la que, al preguntarse si la mujer puede escribir literatura, amplía su reflexión y medita sobre la posibilidad o imposibilidad de las mujeres para escribir, para pensar, para reflexionar… Y concluye que ninguna de estas cosas nos es posible si no disponemos de un cuarto propio, un espacio en el que ni los niños, ni otros miembros de la familia, ni las vecinas –ni los obispos, añadiría yo– puedan irrumpir sin ser conscientes de que molestan. Un espacio del que las mujeres hemos andado muy escasas, por no decir carentes del todo, pero que los hombres han disfrutado y disfrutan en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia.
Conseguir esa habitación propia no es tarea fácil. De hecho, es difícil incluso reivindicarla, porque todo confabula para que las mujeres dejemos siempre la puerta abierta y nos dejemos invadir, ya que nuestra misión como féminas es estar al servicio de todas/os, siempre dispuestas y disponibles. Y si no lo estamos, nos sentimos mal, menos mujeres, lo que conecta con algo mucho más importante que el cuarto propio físico, por más que este sea necesario: el espacio interior propio.
El espacio interior es tan vulnerable, o más, que el espacio físico, porque las invasiones suelen ser menos perceptibles. Nuestro interior, aunque parezca paradójico, no es solo nuestro, porque pensamientos y sentimientos se conforman y desarrollan interaccionando con el entorno. Las/os otras/os, por tanto, entran en nuestro interior, de la misma manera que nosotras/os entramos en el suyo. Es inevitable y, en cierta medida, necesario. El problema surge, como siempre que hay un umbral, de determinadas actitudes desde dentro y desde fuera, es decir, cuando las mujeres no nos atrevemos a cerrar la puerta para crear un pensamiento reflexivo, crítico y personal sobre lo que vivimos y sobre lo que sucede alrededor –no hay nada más sencillo y cómodo que pensar con ideas ajenas y, de paso, obviar la responsabilidad que conlleva la libertad– y cuando alguien pretende entrar sin permiso y sin consciencia de que molesta o puede molestar.
Muchas mujeres cristianas trabajamos, no sin dificultad, para conseguir un cuarto propio físico e interior, porque queremos pensar, reflexionar, escribir y, por supuesto, vivir nuestra fe con la madurez que se espera de los seres humanos plenos. Cuando se nos desacredita y demoniza por ello, y se nos niega el derecho y la capacidad de elegir nuestras cosmovisiones y, por qué no, nuestras ideologías[1], no solo se invade nuestro espacio –por otra parte, sagrado–, sino que se viola nuestro derecho a contribuir a la transformación de la realidad, es decir, a la consecución del Reinado de Dios.
Las feministas no somos herejes, ni brujas. Queremos, entre otras cosas, el amor, la felicidad, la paz y el bien común. Y trabajamos mucho para que todo ello sea una realidad, y no solo un sueño imposible. No constituimos un peligro para el Evangelio, pues las feministas cristianas –o las cristianas feministas, pues en este caso el orden no altera el producto– creemos en la Buena Noticia. Tampoco lo somos para la Iglesia, entendida como Pueblo de Dios. Tenemos algo que decir y vivir, y lo hacemos. Y si no logramos comprensión ni aceptación, pedimos, al menos, respeto.
Llamen a la puerta, pues, antes de entrar.

[1] Una ideología es un punto de vista propio y particular sobre la realidad, vista desde un determinada perspectiva, creencias y bases intelectuales, a partir de las cuales se analiza y enjuicia un sistema –político, económico, social, cultural, moral, ético, religioso…, comparándolo con uno alternativo, real o ideal– y suele incluir un programa de acción que pretende acercar en lo posible el sistema real existente al sistema ideal pretendido.
En carne viva
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