La Razón
Card. Ricard Mª. Carles
29/04/09
Una invitación tiene como objeto proponer un bien o acontecimiento deseable; se dirige, pues, a un deseo. Ya Pascal dijo, respecto a la religión cristiana, que se trata de «hacer desear que ella fuera verdadera».
Mas la fe rebasa infinitamente un contenido de verdades. Es un acto de libertad personal, que nadie puede hacer en lugar nuestro y que ha de salvar un número de obstáculos en nosotros y fuera de nosotros.
Por ello, una invitación a la fe que no correspondiera a algún deseo sería un propósito vano. Y el deseo, que es muy profundo, de conocer el sentido de nuestra existencia queda amortecido por muchas ideologías que lo silencian.
No pocos prescinden de preguntarse el para qué de su existencia y plantearse la idea de Dios. En mi opinión, es la manifestación más trágica de lo que De Lubac apellidaba nuestra «constitución inestable» que hace del hombre una criatura a la vez más grande y más pequeña que ella misma. «De ahí esta suerte de misteriosa situación, que no es solamente la del pecado, sino primero y más radicalmente aquélla de una criatura hecha de la nada, que, extrañamente, conmueve a Dios».
Estamos en un momento histórico en el que «vivir sin ideal, sin fin trascendente, se ha hecho posible» (Lipovetsky). Uno ya no se plantea las cuestiones últimas, lo verdadero o lo falso, el bien o el mal, el porqué de la vida. Se contenta con resolver los problemas cotidianos. Invitar, mover a la fe es hoy un urgente deber del cristiano.
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