Por Enrique Morales
Agua caliente para ducharnos, calefacción, buena ropa, comida caliente… Estas cosas tan necesarias le faltan a un buen número de hombres y mujeres: “nuestros vecinos de la calle”.
Hace unos días que me he acercado a esta realidad por primera vez: elijo cuidadosamente las palabras, “me he acercado”. Están ahí, han estado desde que vivo y conozco la gran ciudad, pero a la vez estaban tan lejos (de mi corazón) que casi no los veía. Consciente o inconscientemente, hacía como si no existieran o, al menos, como si yo no lo supiera. En el fondo sabía que son tan reales como yo mismo –si no más-.
Unos amigos participan cada martes por la noche en una de las rutas por el centro de Madrid que coordina la ONG “Solidarios para el Desarrollo”, visitando a las personas que pasan la noche a la intemperie [http://www.ucm.es/info/solidarios/frames/f_grupos.htm]. Su tarea comienza preparando los sándwiches y la bebida caliente –café, cacao, caldo,…– que se va a distribuir, así como formando los grupos de dos o tres personas que se van a repartir por las distintas zonas a visitar.
Luego, durante las horas siguientes, cada equipo realiza su peregrinaje, de calle en calle, de jardín en jardín, mirando en los soportales, en los cajeros, en cualquier rincón, para encontrarse con algunos de los más excluidos y olvidados de nuestra sociedad.
Acompañando a estos amigos conocí a Manuela y su marido, ambos jóvenes, que han encontrado en la calle el compañerismo y la solidaridad que la “vida normal” les negó. Conocí a Joaquín, alcohólico, “pero ya menos” (en sus propias palabras) y tan lúcido y sabio… Conocí a Eduardo, con su poblada barba, que habla perfectamente inglés porque trabajó muchos años al sur de Londres. Conocí a Luis, ¡todo un carácter de militar retirado!, que terminó cantándome el himno a la Virgen de la Candelaria…
Al volver esa noche a mi casa, a mi cama caliente, era lógico, no podía pegar ojo: sus historias me pasaban por delante como una película de la que acabara de ser espectador. No sé explicar el porqué, pero no volví de esta experiencia triste, no derramé lágrimas en mi almohada.
Volví golpeado por la dureza de la vida, impresionado, pero contento, lleno, admirado. Su dignidad, su aguante, su sencillez y, sobre todo, sus rostros me cautivaron. No lo olvidaré y, en cuanto pueda, intentaré devolverles el favor que me han hecho.
pastoralsj
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