Los jesuitas en la frontera
Para quien sigue con un poco de atención la vida y la acción de los jesuitas no le ha podido extrañar la elección del palentino Adolfo de Nicolás como nuevo prepósito general o «Papa negro», como solía denominársele antes, ahora menos.
El sábado, día 19, al mediodía, se anunciaba en todos los medios de comunicación y se subrayaba como noticia importante en la mayor parte de los países del mundo. No hay duda que la Compañía de Jesús es uno de los brazos más dinámicos de la Iglesia. Tiene instituciones y presencia significativa en todos los campos humanos y en todas las naciones del mundo y, fiel a su carisma ignaciano y a su cuarto voto, ha estado, desde el comienzo de su fundación, en lugares de frontera, allí donde la presencia de la Iglesia es más difícil, más impermeable, más extraña.
Cuando me formaba con ellos, me llamó la atención que estaban preparando jesuitas para cuando China se abriera. Ningún apostolado le ha sido extraño. Por encima de la leyenda negra, en España muy magnificada, sus más de cinco siglos de historia constituyen uno de los vectores más apasionantes de la vida y de la historia de la Iglesia.
Su ignaciana pasión apostólica, su flexibilidad y su sentido del tiempo histórico han hecho posible que se hayan arriesgado a responder a los desafíos de cada momento aunque hayan dejado pelos en la gatera. Cuentan que al padre Arrupe le preocupaba que la Compañía no supiera responder a las necesidades presentes de la Iglesia y del mundo y que le daba miedo que, por temor a equivocarse, los jesuitas no buscaran respuestas a los problemas o que trataran de responder con soluciones de ayer a las cuestiones de hoy. Una frecuente equivocación que sigue siendo actual.
La elección del padre Nicolás suscita una serie de reflexiones. La primera, la preparación para la elección. Trece días han empleado en este proceso. No se trataba de elegir al más sabio, al más santo, al mejor preparado, al que mejor me cae, sino al que la Compañía y la Iglesia necesitan en este momento. Era emocionante oírlos cantar en la eucaristía de la inauguración de esta 35.ª Congregación general, en su formidable templo del Gesù, en Roma, el canto de «En todo amar y servir».
Para ello han hecho un serio planteamiento de la situación del mundo, de la Iglesia y de la Compañía, y después, orando, pidiendo la luz del Espíritu e intercambiando opiniones, con discernimiento, encontrar a la persona más idónea para liderar la Compañía en el momento actual. Así pudo ser elegido al segundo escrutinio.
El padre Nicolás tiene 71 años y es uno de los siete septuagenarios que participan en la representativa asamblea, en la que la media de edad apenas rebasa los 56. Puede chocar que no sea más joven. Pero es muy significativa la trayectoria de su vida. Lleva cuarenta y tres años en el continente asiático, donde ha trabajado en todos los campos pastorales y ha ejercido allí las máximas responsabilidades. Asia ya no es un país de misión en el sentido tradicional, sino un continente emergente y que agiganta peso y potencia en este mundo globalizado.
Después de la II Guerra Mundial, las diversas naciones asiáticas han conseguido su independencia del colonialismo europeo y americano y alcanzaron su autonomía. Allí los jesuitas han llevado una formidable labor de inculturación que fue incentivada por el espíritu del concilio Vaticano II y, de manera especial, por ese místico y profeta de los tiempos nuevos que fue el padre Arrupe. El logro es que casi un 30% de los jesuitas son oriundos de ese extenso y misterioso continente y que de los 487 novicios que ingresaron este año, casi la mitad son indios.
La trayectoria jesuítica del nuevo general es muy semejante a la del padre Arrupe, cuyo centenario de nacimiento acabamos de celebrar y cuya figura se va engrandeciendo a medida que pasa el tiempo y se despejan incógnitas. El nuevo superior, palentino de nacimiento pero asiático de adopción, por su edad y experiencia rica y variada en lo intelectual y social, puede continuar la línea conciliar y arrupiana de la Compañía y seguir construyendo el puente para trasvasar el Evangelio a esa cultura oriental sugerente y cautivadora, mucho más difícil de asumir e integrar para una Iglesia occidentalizada que la sudamericana o africana y de un futuro sorprendente. Es una verdadera apuesta de frontera.
No es extraño que hayan recibido cautelas, tanto del cardenal prefecto de la vida religiosa en la homilía del primer día, como del Papa Benedicto XVI en la Carta, con puntos muy concretos, que les envió y que fue leída antes de proceder a la votación, aunque su fidelidad y amor a Jesucristo y a su Iglesia, después de los eventos de los últimos años, están fuera de toda duda.
De un entrañable jesuita, maestro de vida espiritual, oí esta definición de la prudencia: «Es la virtud de saber arriesgarse hasta el límite y no pasar». Es su programa de estudio y de acción, en esta congregación general siguen afrontando dos retos muy importantes: fe-cultura, fe-justicia. En los dos se juega el tipo la Iglesia en su misión de anunciar el Evangelio. Y esto, en Oriente y en Occidente. La búsqueda de la verdad y el compromiso social. Dignos de imitar en estos tiempos de tanto artificio floral.
Escrito por JAVIER GÓMEZ CUESTA
Fuente: La Nueva España
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