“Ellacuría y otros cinco jesuitas asesinados”. Estaba en la oficina de la agencia EFE en Rio de Janeiro el jueves 16 de noviembre de 1989 cuando salió este urgente. Recuerdo que me giré y casi sin palabras grité: “Han matado a Ellacuría, me voy a El Salvador”.Esa misma mañana encontré un billete de avión por un ojo de la cara: 1.000 dólares (de la época) por una ida y vuelta.
La noche del viernes 17 de noviembre volé a Panamá y de allí enlacé con otro vuelo a El Salvador con parada en San José de Costa Rica. Unas turbulencias impresionantes provocaron que las bandejas de los desayunos saltasen por los aires. Las azafatas intentaban arreglar el estropicio cuando los pasajeros de la escala costarricense iniciaban la entrada en aquel vuelo de la muerte.
Recuerdo que Joaquín Ibarz, al ver aquel desastre, me comentó: “Esto parece peor que la guerra”. Le contesté con un nudo en la garganta: “Prefiero mil veces un combate salvadoreño que lo que hemos vivido aquí”. Desde entonces siempre que hay turbulencias las comparo con las de aquel día y me siento mejor al pensar que nunca podrán ser peores.
Llegábamos un día antes del funeral de Ignacio Ellacuría y sus compañeros asesinados junto a dos mujeres del servicio. La guerrilla salvadoreña había lanzado unos días antes una gran ofensiva contra la capital ocupando varios barrios. El ejército, apoyado por fuerzas especiales estadounidenses, intentaba recuperar el control del casco urbano.
Un soldado salvadoreño vigila un cruce durante la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989. Fotografía de Gervasio Sánchez
Lo peor que le puede pasar a un periodista es sentir que llega tarde a un conflicto porque las prisas por informar suelen provocar los errores que cuestan la vida. Así me sentía esa mañana cuando desembarqué en el aeropuerto de Comalapa, a 30 kilómetros de la capital. Por suerte Joaquín Ibarz, que en paz descanse, se hizo cargo del taxi, con lo que me ahorre el dinero para tres noches en mi hostal preferido.
Tiré mi equipaje al fondo de la habitación y salí corriendo al barrio Mexicanos donde sabía que los guerrilleros continuaban atrincherados. Conseguí sortear todos los controles enseñando una vieja acreditación y alcancé la primera línea de combate por el lado de las tropas del gobierno.
Al llegar allí me topé con varios fotógrafos españoles que nunca había visto en zona de conflicto. Esa misma mañana había llegado un avión Hércules desde Madrid para repatriar a todos los españoles que quisieran regresar y para asistir al funeral que se iba a celebrar al día siguiente. En él había viajado una veintena de periodistas y fotógrafos españoles acostumbrados como máximo a cubrir manifestaciones en Madrid.
Aquellos jóvenes no tenían ninguna experiencia en combates tan duros como los que protagonizaban los salvadoreños. Observé algunas escenas ciertamente imprudentes. Los guerrilleros eran muy diestros y disparaban a menudo proyectiles autopropulsados contra los blindados. Había que distinguir los disparos de salida y los de llegada y, sobre todo, tener mucho cuidado con los francotiradores y las minas trampa.
Me imagino que aquello era muy excitante para los primerizos. Si aquel día no hubo fotógrafos españoles heridos o muertos fue por pura casualidad. Dos años después las trincheras de la primera guerra balcánica se llenaron de aprendices que murieron en las primeras escaramuzas.
Conocía a Ellacuría desde hacía tiempo y me gustaba visitarlo cuando volvía a El Salvador. A él no le gustaban las declaraciones pomposas. Siempre te daba las claves de lo que estaba sucediendo, pero no quería que lo citases. Unos meses antes de su asesinato pronunció uno de sus escasos discursos en un acto ecuménico. Hablaba de la necesidad de encontrar una solución pacífica a la guerra que se alargaba casi una década, pero nunca olvidaba sus causas. Un puñado de familias salvadoreñas controlaba la mayor parte de las tierras productivas.
Ellacuría estaba en Barcelona la noche del sábado 11 de noviembre cuando la guerrilla lanzó su ofensiva. Había acudido a la ciudad condal a recibir el Premio Internacional Alfons Comín. “No pudimos convencerle de que se quedase y esperase el alto el fuego. Se sentía un salvadoreño más. Buscó el primer avión y se marchó”, me contó muchos años después María Comín, viuda de Alfons. Fue asesinado treinta y seis horas después de su regreso.
El funeral de los jesuitas fue multitudinario a pesar de los combates que se desarrollaban en diferentes puntos de la capital. La llegada del presidente Alfredo Cristiani provocó un murmullo generalizado. Entró sin guardaespaldas en la iglesia y ocupó un lugar secundario. Muchos asistentes no podían retener las lágrimas. Los gritos de algunas personas contra su presencia fueron silenciados por los propios jesuitas compañeros de los asesinados.
El 13 de enero de 2009, el juez Eloy Velasco de la Audiencia Nacional, se declaró competente para investigar a 14 militares a los que imputó los delitos de asesinato terrorista. Entre ellos había cuatro ex generales, incluidos los ex ministros de Defensa, Humberto Larios y René Emilio Ponce, dos coroneles, tres tenientes, dos sargentos, un cabo y dos soldados.
La misma tarde del funeral, el provincial de los jesuitas, José María Tojeira, nos invitó a acercarnos a su oficina en la universidad. “¿Queréis ver cómo encontramos a los jesuitas?”, preguntó.
Todavía hoy me pregunto por qué dije que sí cuando el resto negó con la cabeza. En un aparte Tojeira mi dio un paquete de imágenes y empecé a pasarlas con un nudo en la garganta. Los disparos habían sido hechos a bocajarro y los rostros estaban destrozados e irreconocibles. Había realizado primeros planos de Ignacio Ellacuría unos meses antes y fui incapaz de reconocerlo. Mi admiración por aquel hombre valiente y bueno había crecido con el paso de los años.
En el libro “Una muerte anunciada” de Marta Doggett se explica que la persecución contra los jesuitas en El Salvador es anterior al inicio de la guerra civil en 1980. En junio de 1977, un escuadrón de la muerte “amenazó con matar a todos y cada uno de los 47 jesuitas que estaban en el país sino lo abandonaban antes de un mes”. Sólo esperaron tres meses para asesinar al jesuita Rutilio Grande. La ultraderecha salvadoreña consideraba que la guerrilla “no hubiera existido sin la presencia de los jesuitas”.
Aquel día le pregunté al jesuita Tojeira si creía que los sectores conservadores y el ejército consideraban que algunos jesuitas estaban vinculados a los grupos guerrilleros y él me respondió que creía que sí. “Pudo ser una de las razones, pero no la definitiva. Los mataron porque decían una verdad incómoda para muchos”, fue su reflexión final.
“Mataron a los jesuitas porque decían la verdad” (publicado el viernes 24 de noviembre de 1989)
Los desastres de la Guerra por Gervasio Sánchez
Heraldo
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