Sunday, April 22, 2012

Comentario al Evangelio por José María Vegas, cmf


Comunidad eucarística - comunidad de testigos



La catequesis postbautismal de este domingo profundiza y detalla lo que ya inició el domingo pasado. Se decía allí que el lugar propio para hacer la experiencia del Resucitado (para verlo y tocarlo) era la comunidad de sus discípulos, la que se reúne “el primer día de la semana”, el día de la Resurrección. Hoy entendemos ya con toda claridad que esta comunidad es una comunidad eucarística, reunida en torno a la Palabra y al alimento compartido.
El primer detalle que resalta en el Evangelio de hoy es que los discípulos se reunieron no por propia iniciativa, sino convocados por experiencias distintas pero con rasgos comunes, que para ellos mismos fueron totalmente inesperadas y no siempre bien comprendidas, en las que se mezclaban la sorpresa (estaban “atónitos”), el temor y la alegría… Experiencias difíciles de definir. Eran experiencias producidas en situación de dispersión: como la de los discípulos de Emaús (hoy leemos el texto que sigue a ese episodio, cuando los dos discípulos de Emaús vuelven a Jerusalén); experiencias que, sin embargo, les hicieron reunirse de nuevo. En esas reuniones lo primero que hacían era darse un testimonio mutuo, poner en común sus experiencias personales, distintas y convergentes, hasta el punto de reunirlos de nuevo y rehacer la comunidad en trance de desaparecer a causa de la muerte ignominiosa del maestro.
La reunión que comparte experiencias vitales del Señor Resucitado se convierte en comunidad eucarística en la que el Señor mismo explica las escrituras y las hace por fin comprensibles; y en las que, también junto al Maestro, comen juntos, comparten el pan y el vino, la presencia del Señor resucitado, en el que son visibles las señales de la Pasión (“mirad mis manos y mis pies”).
Una comprensión adecuada de lo que la Palabra y la celebración quieren trasmitirnos hoy nos ayudaría mucho a participar en la Eucaristía dominical “de otra manera”, si es que en nosotros se mantienen los viejos esquemas, en virtud de los cuales acudimos a ella como a cumplir una obligación, de modo más o menos mecánico, o simplemente, hemos dejado de ir o lo hacemos de ciento en viento.
No se trata de “ir a misa”, de cumplir un precepto bajo la presión de normas sentidas como algo externo o de amenazas de pecados y castigos que hoy, seamos sinceros, no mueven a casi nadie. Desde luego, si volvemos nuestros ojos a aquellos primeros discípulos, a la mezcla de emociones (sorpresa, miedo, incomprensión, alegría…) que se agolpaban en ellos y les hacían reunirse apresuradamente, contarse unos a otros lo que les había pasado, lo que habían sentido al asomarse a un sepulcro vacío, o en el jardín contiguo, en medio del llanto, de camino, al partir el pan…; si los miramos y tratamos de entrar en esa experiencia, que los textos precisamente quieren transmitirnos, en la que quieren incluirnos como personajes vivos de la misma; si nos acercamos a ellos de esta manera, entenderemos que aquí no hay obligación, ni ley, ni amenaza que valga: que aquí se nos ofrecen posibilidades de vida inéditas, se nos regala una presencia, se nos comunica una gracia capaz de transformar nuestras vidas, de introducirnos en un mundo nuevo.
Los catecúmenos que habían recibido el bautismo la noche Pascual tras hacer el camino de profundización catequética iniciaban el proceso de mistagogia, en el que descubrían llenos de emoción que aquello que habían aprendido al escuchar los relatos evangélicos se realizaba ahora también en ellos, que, como los primeros discípulos, también a ellos se les abría la comprensión de las Escrituras, también ellos experimentaban la presencia del Señor resucitado al comer el pan y beber el vino y participar en esa reunión en la que, hasta el bautismo, no les había sido dado participar plenamente.
Y esa es la experiencia que podemos y debemos realizar nosotros. Nos reunimos para compartir, llevando ante el altar la ofrenda de la vida de toda la semana (nuestros trabajos, esfuerzos, alegrías y sufrimientos, todo lo que nos ha pasado mientras íbamos de camino, por el camino de la vida), abiertos a escuchar lo que el Señor presente en la comunidad de los discípulos tenga a bien decirnos, deseosos de que nos dé un trozo de pan y un trago de vino (qué bueno sería que siempre se comulgara bajo las dos especies, como hacen los ortodoxos y casi todos los católicos aquí en Rusia, también en otros países), para poder seguir el camino de la vida, convertido así en envío y misión, en testimonio… Que el cura de turno sea un pelma, que predique largo y mal, o que la comunidad diste mucho de ser ideal… todo eso tiene su importancia, pero no es lo más importante, porque es el Señor Jesús el que nos convoca, el que nos muestra sus manos y sus pies (sus heridas, que bien pueden ser el cura pelma o la comunidad llena de defectos), el que nos explica las Escrituras, el que parte para nosotros el pan…
Se me dirá que todo eso es muy bonito, pero que luego, lo que sentimos al “ir a misa” dista mucho de ser así… Lo concedo. Pero, ¿quién ha dicho que todo esto sucede de manera automática, casi mágica? De hecho, las mismas lecturas de hoy nos avisan de esas dificultades. Esos mismos discípulos de primera hora, que hicieron esas experiencias tan conmovedoras (que les llevaron a dar la vida por ellas), no lo entendieron todo desde el principio: si se les abrió el entendimiento, es que hasta entonces lo habían tenido cerrado; ni vieron desde el primer momento: o no lo reconocían, o creían ver un fantasma… Para ver, entender y participar de esta experiencia del Resucitado hay que perseverar… No se puede profundizar si se acerca uno con una actitud superficial, sólo por “sentimiento de deber”, sin un corazón abierto. Pero menos aún si sencillamente no vamos. Recordemos que lo que se nos está comunicando en estos tiempos de Cuaresma y Pascua es un itinerario, un camino, un proceso. La repetición perseverante en la participación es esencial para que nuestros ojos y oídos, nuestros corazones, tantas veces cerrados, se vayan abriendo poco a poco, hasta ver, entender y sentir. No hay nada de ideal en todo esto. De hecho, Juan, en su carta, nos dice hoy que el Cristo que se nos manifiesta en estas reuniones dominicales es nuestro abogado, en caso de que pequemos. Aunque nuestra intención es romper con el pecado, sabemos que no siempre resulta: estamos en proceso y la reconciliación y el perdón (el perdonar y el pedir perdón) es parte esencial de este mismo camino.
Sólo así nos vamos convirtiendo en verdaderos discípulos que dan testimonio ante el mundo: el testimonio interno que los discípulos se daban unos a otros, se convierte en un testimonio que la comunidad y cada uno de los creyentes dan ante el mundo, sin miedo y sin complejos; pero también sin dureza. Es así como Pedro da testimonio ante el pueblo: les dice la verdad (lo matasteis), pero lo hace con indulgencia (lo hicisteis por ignorancia). Porque también aquí el perdón juega un papel esencial: Jesús no ha venido a condenar, sino a salvar, no a acusar, sino a anunciar “la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”. Y nosotros, que nos reunimos con perseverancia, hemos ido entendiendo las Escrituras, hemos comido con Él y, de esta manera, lo hemos visto; nosotros, nos dice Jesús, somos “testigos de esto”.
Ciudad Redonda

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