Hans Küng reivindica la religiosidad de Mozart, Wagner y Bruckner, sus “tres grandes maestros”
Juan Carlos Rodríguez) En su reciente libro Música y religión: Mozart, Wagner, Bruckner (Editorial Trotta), Hans Küng parte de su misma experiencia para confesarse “melómano comprometido” y, en consecuencia, obligado a sondear el espíritu religioso que emerge de la música, tangencialmente de la “música clásica”, la que más cerca está, en este sentido, de la experiencia súblime, de la experiencia de Dios: “De ningún modo habría podido escribir yo cuanto he escrito sobre religión si no hubiese recibido, tanto de la religión como de la música, fuerza interior, fantasía creadora y perseverancia disciplinada”.
Desde el gregoriano y las “danzas” renacentistas a Stravinsky, Bártok y Carl Orff, desde Vivaldi, Rameau, Dvorák o Chopin a las óperas de Verdi, las cantatas de Bach o los lieder de Schubert. Pero Hans Küng habla siempre de “música clásica” y, básicamente, de sus “tres maestros”: Mozart, Wagner y Bruckner, que “son cada uno a su manera músicos ejemplarizantes por lo que a su relación con la religión se refiere”, sobre todo en su obra instrumental: el lenguaje de la música de Dios o “el sonido de lo eterno”, como lo define Küng.
“Así pues, la música en sí, horra de palabras, puede constituir una capital fuente de vivencia religiosa –escribe en el prólogo a modo de obertura–. Muy sutil y delgada es la frontera entre música –pese a su sensualidad, la más espiritual de las artes– y religión. Es inmenso el poder transformador de la música, apoyo para sublimar y metamorfosear casi cualquier experiencia. Pero se alcanza una intensidad única de la vivencia allí donde la música combina su energía con la de la religión en un mismo sentido y hacia una misma meta”.
Y en la cúspide de esa experiencia –“no puedo pasar un solo día sin oír música”– está Mozart, en quien se adentra de un modo inusitado, apenas sondeando: un análisis teológico de la obra mozartiana y un recorrido religioso por la propia biografía del genio vienés. “Estoy convencido de que en la música de Mozart puede destellar a veces algo que se eleva por encima de lo humano y permite intuir el misterio de una ‘beatitud’ que trasciende a cualquier música”. Küng no trata de “divinizar” a la persona de Wolfgang Amadeus Mozart –“humana, demasiado humana”, afirma– sino que se limita a transponer su propia experiencia de oyente ante los vestigios de la trascendencia que emanan de las creaciones mozartianas, por ejemplo, en el adagio del Concierto para clarinete, y que a Küng le hace exclamar: “El sonido de lo bello en su infinitud, sí, el sonido de esa infinidad que nos sobrepasa y para la cual el término ‘belleza’ no es suficiente. ¡Cifras, pues, huellas de la trascendencia!”.
No se trata de enajenación –a la manera de las antiguas danzas y músicas rituales–, sino todo lo contrario. Küng lo explica así: “En mi condición de hombre ilustrado no es que al escuchar la música de Mozart pierda de pronto la razón del todo, sino que me veo entrar en razón entera y verdaderamente”.
Es en esa “región de paz que sobrepasa a toda razón crítica y aún teológica”, en donde el teólogo suizo asume la tarea de interpretar la Misa de coronación de Mozart como un episodio de crítica eclesiástica del compositor austriaco, casi como una visión teológica de la Iglesia misma: “Se formula con claridad ahí no sólo la postura crítica de Mozart ante la autoridad religiosa, sino también la ambivalencia de cualquier crítica de la religión y, por fin, la posibilidad de una nueva intelección creativa de los textos de la misa, según los interpretaba la música de Mozart”.
A diferencia de Mozart, la música de Wagner no es fácil de oír ni de entender. Hans Küng se adentra en la complejidad del Anillo del Nibelungo –y las cuatro óperas que contiene: El oro del Rhin, La Valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses, especialmente ésta última– y en la enigmática Parsifal, sin embargo, para analizar la difícil relación entre Wagner y la religión, tan evidente y tan oscura a la vez que la teología, tradicionalmente, ha preferido eludir el fenómeno del presuntamente ateo Wagner.
Crítico de la religión
El Anillo del Nibelungo es una trama en torno al oro, el deseo, el amor y el poder. Una postura ideológica, sin duda, revolucionaria según el marco que dicta el año 1848 en Europa; Küng infiere que anuncia un fin del mundo: la caducidad de la Europa burguesa, pero se pregunta si no será, ante todo en su epílogo final, El ocaso de los dioses, un “drama de redención”, eso es, acerca del “derrumbamiento de un mundo codicioso, asesino y rijoso” y la necesidad de una transformación, en cierto sentido, de una purificación.
Wagner era un feuerbachiano en toda línea: un crítico de la religión, un ateo, un atirreligioso. Küng sigue ese rastro en El ocaso de los dioses y llega, sin embargo, a conclusiones no exactamente congénitas a la descripción de la máscara wagneriana. “Cuando Wagner denuesta la religión ‘artificial’, al mismo tiempo está abogando en pro de la religión auténtica. Es más: considera propiamente la religión como fundamento de cara a la renovación –a su juicio, urgente– de la humanidad, amenazada por la ruina”.
Wagner era un feuerbachiano en toda línea: un crítico de la religión, un ateo, un atirreligioso. Küng sigue ese rastro en El ocaso de los dioses y llega, sin embargo, a conclusiones no exactamente congénitas a la descripción de la máscara wagneriana. “Cuando Wagner denuesta la religión ‘artificial’, al mismo tiempo está abogando en pro de la religión auténtica. Es más: considera propiamente la religión como fundamento de cara a la renovación –a su juicio, urgente– de la humanidad, amenazada por la ruina”.
Y eso es lo que representa Parsifal. Está escrito por el propio Wagner en Religión y arte, publicado en 1880, “sólo desde el profundo suelo de una religión verdadera cabría hallar la fuerza necesaria para llevar a cabo la gran regeneración”. Y es desde esta “conciencia religiosa” desde la que Küng ve el Parsifal: “la última redención”, el Apocalipsis del que emergerá la utopía wagneriana de “regeneración” de la humanidad.
Frente a las evidencias de Mozart y la complejidad de Wagner, que en ambos además de trascendencia ve Küng una interpretación “renovada” de la religión, la elección de Anton Bruckner, un compositor del XIX nada intelectual, como maestro de cabecera es, cuanto menos, sorprendente. “Lo desacostumbrado de la figura de Anton Bruckner estriba en que, siendo apenas capaz de expresar con palabras su fe cristiana, sumamente simple, por otro lado escribía una música que también en el ámbito instrumental puro, sin palabras, expresa una profundísima religiosidad”.
Esto es lo que hace extraordinario a Bruckner a ojos, a oídos, de Küng: que exprese su religiosidad en lenguaje musical. Evidentemente, no se queda sólo en ello, sino que admira del músico de Leipzig su inconformismo, su oposición al neogregoriano, su renovación contra viento y marea de la música sacra, denostado entonces, tan celebrado hoy.
“Es todo menos el exponente católico-romano ideal de la música sacra”, completa el teólogo, que analiza a fondo su biografía y su obra, esencialmente sus magistrales nueve sinfonías, para confesarse cautivado por el “fervor” de un músico que asombra por “la discrepancia entre su fe cristiana, honda, inquebrantable e ingenua y su música compleja en grado sumo”.
Y eso le sirve a Küng no sólo para dilucidar cómo la fundación de la música “transmoderna” parte de Bruckner –es decir, otra vez lo sacro como germen creador–, sino para sostener la tesis central de Música y religión: Mozart, Wagner, Bruckner, que “más allá de las palabras, con sentidos no orales, musicales, se puede creer no menos que con los verbales”. Con música, con el mundo de los sonidos, también se puede construir la fe
Vida Nueva
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