No decimos simplemente “Este pan es mi cuerpo”, sino: “Esto es mi cuerpo”. “Esto” no se refiere solamente a este pan y este vino, sino a todo lo que ellos representan: la vida entera de los hombres y mujeres aquí reunidos, con sus penas y alegrías, éxitos y fracasos, deseos y súplicas. Sobre todo eso se pide que venga el Espíritu para consagrarlo. Todo eso es lo que se convierte en cuerpo y vida de Cristo para la liberación del mundo.
Quien preside la celebración dice, en nombre de toda la comunidad, “Santifica estas ofendas con la efusión de tu Espíritu”, es decir, transforma y convierte todo esto en cuerpo y sangre, es decir, en vida de Cristo que de vida al mundo.
Ya el trigo era más que mero trigo y ya la uva era más que mera uva. Eran bendición y frutos de la Creación. El pan y el vino eran ya más que mera suma de granos de trigo y de uva, eran fruto del trabajo humano de tantos hombres y mujeres. Estaban cargadísimos de significados. Al presentarlos como ofrendas aún se han cargado de más significados: ahora significan la vida cotidiana de la comunidad que los presenta. Pero la máxima carga de sentido nuevo vendrá cuando se derrame sobre esas ofrendas la efusión del Espíritu para convertirlas en vida de Cristo.
Esta riqueza simbólica sacramental se pierde cuando se explica la Eucaristía como si fuera obra de prestidigitación o juego de química. Como bien dice un famoso teólogo (¡adivinen de quién es la cita!): “La transformación eucarística no se refiere a las apariencias, sino a lo que, por definición, no puede aparecer. Esto quiere decir que, por lo que se refiere a física o química, nada ocurre al pan y al vino. Físicamente y químicamente, después del cambio son lo mismo que antes”.
En el día del Corpus oramos para que la comunidad entera sea consagrada y se convierta en lo que recibe.
Juan Masiá Clavel SJ
Del Blog "Vivir y pensar en frontera"
El eriodista Digital
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