Entrevista de Francesco M. Valiante en «L´Osservatore Romano» (14 de mayo de 2008) al padre José Gabriel Funes, director del Observatorio Vaticano.
«Salimos a gozar de las estrellas». Cita a Dante —el célebre verso que cierra el último Canto del Infierno— para describir la misión del astrónomo. Misión que consiste, ante todo, en «devolver a los hombres su justa dimensión de criaturas pequeñas y frágiles ante el escenario inconmensurable de miles y miles de millones de galaxias». ¿Y si al final descubriéramos que no somos los únicos que habitan el universo? Esta hipótesis no parece inquietarlo. Es posible creer en Dios y en los extraterrestres. Se puede admitir la existencia de otros mundos y otras vidas, incluso más evolucionadas que la nuestra, sin poner por ello en tela de juicio la fe en la Creación, en la Encarnación, en la Redención. Palabra de astrónomo y de sacerdote. Palabra de José Gabriel Funes, director del Observatorio Vaticano.
Argentino, de cuarenta y cinco años de edad, jesuita, desde agosto de 2006 el padre Funes tiene las llaves de la histórica sede en el Palacio Pontificio de Castel Gandolfo que Pío XI concedió al Observatorio Vaticano en 1935. Dentro de un año aproximadamente las devolverá para recibir las del monasterio de religiosas basilias situado en el límite entre las Villas Pontificias y el término municipal de Albano, monasterio al que se trasladarán los despachos, los laboratorios y la biblioteca del Observatorio. Aúna unas maneras amables y serenas al ligero desapego de las cosas terrenales propio de quien está acostumbrado a dirigir la mirada hacia lo alto. Un poco filósofo y un poco investigador, como todo astrónomo. Contemplar el cielo es, en su opinión, el acto más auténticamente humano que se pueda realizar. Porque —y así lo explica a «L’Osservatore Romano»— «dilata nuestro corazón y nos ayuda a salir de los muchos infiernos que la Humanidad se ha creado en la tierra: las violencias, las guerras, las pobrezas, las opresiones».
¿Cómo nace el interés de la Iglesia y de los papas por la astronomía?
Sus orígenes pueden fijarse en Gregorio XIII, que fue el artífice de la reforma del calendario en 1582. El padre Cristoforo Clavio, jesuita del Colegio Romano, formó parte de la comisión que estudió la reforma. Entre los siglos XVIII y XIX, hasta tres observatorios llegaron a fundarse por iniciativa papal. Más tarde, en 1891, en un momento de conflicto entre el mundo de la Iglesia y el mundo científico, el papa León XIII quiso fundar, o mejor dicho refundar, el Observatorio Vaticano. Y lo hizo precisamente para mostrar que la Iglesia no se oponía a la ciencia, sino que promovía una ciencia «verdadera y sólida», según sus mismas palabras. El Observatorio nació, por lo tanto, con un objetivo esencialmente apologético, y sólo con el paso de los años se ha convertido en parte del diálogo de la Iglesia con el mundo.
El estudio de las leyes del cosmos, ¿nos acerca a Dios o nos aleja de él?
La astronomía tiene un valor profundamente humano. Es una ciencia que abre el corazón y la mente. Nos ayuda a situar en la perspectiva correcta nuestra vida, nuestras esperanzas, nuestros problemas. En este sentido —y hablo aquí como cura y como jesuita— es también un gran instrumento apostólico que puede acercar a Dios.
Sin embargo, muchos astrónomos no desperdician ocasión alguna para hacer profesión pública de ateísmo.
Creo que es una especie de mito pensar que la astronomía favorezca una visión atea del mundo. Y creo que precisamente quienes trabajan en el Observatorio Vaticano dan el mejor testimonio de cómo es posible creer en Dios y hacer ciencia de manera seria. Más que el mucho hablar importa el trabajo que hacemos. Importan la credibilidad y los reconocimientos obtenidos en el ámbito internacional, las colaboraciones con colegas e instituciones del mundo entero, los resultados de nuestras investigaciones y de nuestros descubrimientos. La Iglesia ha dejado huella en la historia de la investigación astronómica.
¿Podría ponernos algún ejemplo?
Bastaría con recordar que una treintena de cráteres lunares llevan los nombres de antiguos astrónomos jesuitas. Y que un asteroide del sistema solar lleva el nombre de mi antecesor en la dirección del Observatorio, el padre George Coyne. También se podría evocar la importancia de aportaciones como la del padre O’Connell a la individuación del «rayo verde» o la del hermano Consolmagno a la recalificación de Plutón. Por no hablar de la actividad del padre Corbally, vicedirector de nuestro centro astronómico de Tucson, que ha trabajado con un equipo de la NASA en el reciente descubrimiento de asteroides que eran restos de la formación de sistemas binarios de estrellas.
El interés de la Iglesia por el estudio del universo, ¿puede explicarse por ser la astronomía la única ciencia que tiene que ver con lo infinito y, por lo tanto, con Dios?
Para ser exactos, el universo no es infinito. Es muy grande, pero es finito, porque tiene edad: unos catorce mil millones de años, según nuestros conocimientos más recientes. Y si tiene edad, significa que también tiene un límite en el espacio. El universo nació en un momento determinado y desde entonces se expande continuamente.
¿Qué lo originó?
La del big bang sigue siendo, a mi juicio, la mejor explicación del origen del universo que tengamos hasta la fecha desde el punto de vista científico.
¿Qué pasó, pues?
Durante trescientos mil años la materia, la energía y la luz permanecieron unidas en una especie de mezcla. El universo era opaco. Después se separaron. Por eso nosotros vivimos ahora en un universo transparente, en el que podemos ver la luz: por ejemplo, la de las galaxias más lejanas, que ha llegado a nosotros once o doce mil millones de años después. Hay que recordar que la luz viaja a trescientos mil kilómetros por segundo. Y es precisamente ese límite lo que nos confirma que el universo que hoy podemos observar no es infinito.
La teoría del big bang, ¿confirma o contradice la visión de fe basada en el relato bíblico de la creación?
Como astrónomo, yo sigo creyendo que Dios es el creador del universo y que nosotros no somos producto del azar, sino hijos de un Padre bueno, que tiene para nosotros un proyecto de amor. La Biblia, esencialmente, no es un libro de ciencia. Como subraya la Dei Verbum, es el libro de la Palabra de Dios dirigida a nosotros los hombres. Es una carta de amor que Dios escribió a su pueblo, en un lenguaje que se remonta a hace dos mil o tres mil años, una época en la que resultaba totalmente ajeno un concepto como el de big bang. Por eso no puede pedírsele a la Biblia una respuesta científica. De la misma manera, tampoco sabemos si en un futuro más o menos cercano la teoría del big bang quedará superada por una explicación más exhaustiva y completa del origen del universo. Actualmente es la mejor y no se contradice con la fe. Es razonable.
Pero en el Génesis se habla de la tierra, de los animales, del hombre y de la mujer. ¿Excluye esto la posibilidad de la existencia de otros mundos o seres vivos en el universo?
En mi opinión esa posibilidad existe. Los astrónomos estiman que el universo está formado por cien mil millones de galaxias, cada una de las cuales se compone a su vez de cien mil millones de estrellas. Muchas de éstas, o casi todas, podrían tener planetas. ¿Cómo se puede excluir que la vida también se haya desarrollado en otras partes? Existe una rama de la astronomía, la astrobiología, que estudia precisamente este aspecto, y que ha registrado grandes avances durante los últimos años. Examinando los espectros de la luz que procede de las estrellas y de los planetas, pronto será posible individuar los elementos de sus atmósferas —los denominados biomakers— y comprender si se dan las condiciones para el nacimiento y el desarrollo de la vida. Por otro lado, formas de vida podrían existir, teóricamente, incluso sin oxígeno o hidrógeno.
¿Se refiere también a seres similares a nosotros o más evolucionados?
Es posible. Hasta ahora no tenemos ninguna prueba. Pero, ciertamente, en un universo tan grande no se puede excluir esta hipótesis.
¿Y ello no sería un problema para nuestra fe?
Yo creo que no. Al igual que existe una multiplicidad de criaturas en la tierra, podría haber también otros seres, incluso inteligentes, creados por Dios. Esto no se opone a nuestra fe, porque no podemos poner barreras a la libertad creadora de Dios. Como diría San Francisco, si consideramos las criaturas terrenales como «hermano» y «hermana», ¿por qué no podríamos hablar también de un «hermano extraterrestre»? No dejaría de formar parte de la Creación.
¿Y en lo que respecta a la Redención?
Tomemos prestada la imagen evangélica de la oveja perdida. El pastor deja a las noventa y nueve en el redil para ir a buscar a la que se ha perdido. Pensemos que en este universo pueda haber cien ovejas, correspondientes a diferentes formas de criaturas. Los que pertenecemos al género humano podríamos ser precisamente la oveja perdida, los pecadores que necesitan al Pastor. Dios se hizo hombre en Jesús para salvarnos. Así, aunque existieran otros seres inteligentes, de ello no se desprende necesariamente que precisen ser redimidos. Podrían haber permanecido en amistad plena con su Creador.
Insisto: Si, por el contrario, fueran pecadores, ¿sería posible una redención para ellos también?
Jesús se encarnó una vez por todas. La Encarnación es un acontecimiento único e irrepetible. De todas formas, estoy seguro de que ellos también, de alguna manera, tendrían la posibilidad de gozar de la misericordia de Dios, tal y como nos pasa a los hombres.
El próximo año se celebrará el bicentenario del nacimiento de Darwin, y la Iglesia volverá a enfrentarse al evolucionismo. ¿Puede la astronomía contribuir a esa confrontación?
Como astrónomo puedo decir que de la observación de las estrellas y de las galaxias se desprende un evidente proceso evolutivo. Éste es un dato científico. Tampoco en esto veo yo contradicción entre lo que de la evolución podemos aprender —siempre y cuando no se transforme en ideología absoluta— y nuestra fe en Dios. Hay verdades fundamentales que, pese a todo, no cambian: Dios es el Creador, la creación tiene sentido, no somo hijos del azar.
Sobre estas bases, ¿es posible un diálogo con los hombres de ciencia?
Diría aún más: es necesario. La fe y la ciencia no son inconciliables. Lo decía Juan Pablo II y lo ha repetido Benedicto XVI: fe y razón son las dos alas con las que se eleva el espíritu humano. No hay contradicción entre lo que sabemos a través de la fe y lo que aprendemos a través de la ciencia. Puede haber tensiones o conflictos, pero no debemos tener miedo. La Iglesia no debe temer a la ciencia y a los descubrimientos.
Como, en cambio, sucedió con Galileo.
El suyo fue ciertamente un caso que marcó la historia de la comunidad eclesial y de la comunidad científica. Es inútil negar que hubiera conflicto. Pero pienso que ha llegado el momento de pasar página y de mirar, en cambio, al futuro. Aquel acontecimiento dejó heridas. Hubo malentendidos. La Iglesia, de alguna manera, ha reconocido sus equivocaciones. Tal vez se podía haberlo hecho mejor. Pero ahora es el momento de curar esas heridas. Y ello se puede llevar a cabo en un contexto de diálogo sereno, de colaboración. La gente necesita que ciencia y fe se ayuden mutuamente, sin traicionar, naturalmente, la claridad y la honradez de sus respectivas posiciones.
Pero, ¿por qué resulta hoy tan difícil semejante colaboración?
Creo que uno de los problemas de la relación entre ciencia y fe es la ignorancia. Por un lado, los científicos deberían aprender a leer correctamente la Biblia y a comprender las verdades de nuestra fe. Por otro, los teólogos y los hombres de Iglesia deberían ponerse al día sobre los avances de la ciencia, para poder dar respuestas eficaces a las cuestiones que ésta continuamente plantea. Desafortunadamente, también en escuelas y parroquias se echa en falta un itinerario que ayude a integrar fe y ciencia. A menudo los cristianos permanecen estancados en los conocimientos que adquirieron cuando estudiaban Catecismo. Creo que se trata de un auténtico reto bajo el punto de vista pastoral.
¿Qué puede hacer en este sentido el Observatorio Vaticano?
Decía Juan XXIII que nuestra misión debe ser la de explicar a los astrónomos la Iglesia y a la Iglesia la astronomía. Somos como un puente, un pequeño puente, tendido entre el mundo de la ciencia y la Iglesia. Por este puente, unos van en una dirección y otros en otra. Como nos ha recomendado Benedicto XVI a los jesuitas con ocasión de nuestra última Congregación General, debemos ser hombres de frontera. Creo que el Observatorio Vaticano tiene esta misión: estar en la frontera entre el mundo de la ciencia y el mundo de la fe para dar testimonio de que es posible creer en Dios y ser buenos científicos.
(«L’Osservatore Romano», 14-5-08; original italiano; traducción de ECCLESIA.)
Argentino, de cuarenta y cinco años de edad, jesuita, desde agosto de 2006 el padre Funes tiene las llaves de la histórica sede en el Palacio Pontificio de Castel Gandolfo que Pío XI concedió al Observatorio Vaticano en 1935. Dentro de un año aproximadamente las devolverá para recibir las del monasterio de religiosas basilias situado en el límite entre las Villas Pontificias y el término municipal de Albano, monasterio al que se trasladarán los despachos, los laboratorios y la biblioteca del Observatorio. Aúna unas maneras amables y serenas al ligero desapego de las cosas terrenales propio de quien está acostumbrado a dirigir la mirada hacia lo alto. Un poco filósofo y un poco investigador, como todo astrónomo. Contemplar el cielo es, en su opinión, el acto más auténticamente humano que se pueda realizar. Porque —y así lo explica a «L’Osservatore Romano»— «dilata nuestro corazón y nos ayuda a salir de los muchos infiernos que la Humanidad se ha creado en la tierra: las violencias, las guerras, las pobrezas, las opresiones».
¿Cómo nace el interés de la Iglesia y de los papas por la astronomía?
Sus orígenes pueden fijarse en Gregorio XIII, que fue el artífice de la reforma del calendario en 1582. El padre Cristoforo Clavio, jesuita del Colegio Romano, formó parte de la comisión que estudió la reforma. Entre los siglos XVIII y XIX, hasta tres observatorios llegaron a fundarse por iniciativa papal. Más tarde, en 1891, en un momento de conflicto entre el mundo de la Iglesia y el mundo científico, el papa León XIII quiso fundar, o mejor dicho refundar, el Observatorio Vaticano. Y lo hizo precisamente para mostrar que la Iglesia no se oponía a la ciencia, sino que promovía una ciencia «verdadera y sólida», según sus mismas palabras. El Observatorio nació, por lo tanto, con un objetivo esencialmente apologético, y sólo con el paso de los años se ha convertido en parte del diálogo de la Iglesia con el mundo.
El estudio de las leyes del cosmos, ¿nos acerca a Dios o nos aleja de él?
La astronomía tiene un valor profundamente humano. Es una ciencia que abre el corazón y la mente. Nos ayuda a situar en la perspectiva correcta nuestra vida, nuestras esperanzas, nuestros problemas. En este sentido —y hablo aquí como cura y como jesuita— es también un gran instrumento apostólico que puede acercar a Dios.
Sin embargo, muchos astrónomos no desperdician ocasión alguna para hacer profesión pública de ateísmo.
Creo que es una especie de mito pensar que la astronomía favorezca una visión atea del mundo. Y creo que precisamente quienes trabajan en el Observatorio Vaticano dan el mejor testimonio de cómo es posible creer en Dios y hacer ciencia de manera seria. Más que el mucho hablar importa el trabajo que hacemos. Importan la credibilidad y los reconocimientos obtenidos en el ámbito internacional, las colaboraciones con colegas e instituciones del mundo entero, los resultados de nuestras investigaciones y de nuestros descubrimientos. La Iglesia ha dejado huella en la historia de la investigación astronómica.
¿Podría ponernos algún ejemplo?
Bastaría con recordar que una treintena de cráteres lunares llevan los nombres de antiguos astrónomos jesuitas. Y que un asteroide del sistema solar lleva el nombre de mi antecesor en la dirección del Observatorio, el padre George Coyne. También se podría evocar la importancia de aportaciones como la del padre O’Connell a la individuación del «rayo verde» o la del hermano Consolmagno a la recalificación de Plutón. Por no hablar de la actividad del padre Corbally, vicedirector de nuestro centro astronómico de Tucson, que ha trabajado con un equipo de la NASA en el reciente descubrimiento de asteroides que eran restos de la formación de sistemas binarios de estrellas.
El interés de la Iglesia por el estudio del universo, ¿puede explicarse por ser la astronomía la única ciencia que tiene que ver con lo infinito y, por lo tanto, con Dios?
Para ser exactos, el universo no es infinito. Es muy grande, pero es finito, porque tiene edad: unos catorce mil millones de años, según nuestros conocimientos más recientes. Y si tiene edad, significa que también tiene un límite en el espacio. El universo nació en un momento determinado y desde entonces se expande continuamente.
¿Qué lo originó?
La del big bang sigue siendo, a mi juicio, la mejor explicación del origen del universo que tengamos hasta la fecha desde el punto de vista científico.
¿Qué pasó, pues?
Durante trescientos mil años la materia, la energía y la luz permanecieron unidas en una especie de mezcla. El universo era opaco. Después se separaron. Por eso nosotros vivimos ahora en un universo transparente, en el que podemos ver la luz: por ejemplo, la de las galaxias más lejanas, que ha llegado a nosotros once o doce mil millones de años después. Hay que recordar que la luz viaja a trescientos mil kilómetros por segundo. Y es precisamente ese límite lo que nos confirma que el universo que hoy podemos observar no es infinito.
La teoría del big bang, ¿confirma o contradice la visión de fe basada en el relato bíblico de la creación?
Como astrónomo, yo sigo creyendo que Dios es el creador del universo y que nosotros no somos producto del azar, sino hijos de un Padre bueno, que tiene para nosotros un proyecto de amor. La Biblia, esencialmente, no es un libro de ciencia. Como subraya la Dei Verbum, es el libro de la Palabra de Dios dirigida a nosotros los hombres. Es una carta de amor que Dios escribió a su pueblo, en un lenguaje que se remonta a hace dos mil o tres mil años, una época en la que resultaba totalmente ajeno un concepto como el de big bang. Por eso no puede pedírsele a la Biblia una respuesta científica. De la misma manera, tampoco sabemos si en un futuro más o menos cercano la teoría del big bang quedará superada por una explicación más exhaustiva y completa del origen del universo. Actualmente es la mejor y no se contradice con la fe. Es razonable.
Pero en el Génesis se habla de la tierra, de los animales, del hombre y de la mujer. ¿Excluye esto la posibilidad de la existencia de otros mundos o seres vivos en el universo?
En mi opinión esa posibilidad existe. Los astrónomos estiman que el universo está formado por cien mil millones de galaxias, cada una de las cuales se compone a su vez de cien mil millones de estrellas. Muchas de éstas, o casi todas, podrían tener planetas. ¿Cómo se puede excluir que la vida también se haya desarrollado en otras partes? Existe una rama de la astronomía, la astrobiología, que estudia precisamente este aspecto, y que ha registrado grandes avances durante los últimos años. Examinando los espectros de la luz que procede de las estrellas y de los planetas, pronto será posible individuar los elementos de sus atmósferas —los denominados biomakers— y comprender si se dan las condiciones para el nacimiento y el desarrollo de la vida. Por otro lado, formas de vida podrían existir, teóricamente, incluso sin oxígeno o hidrógeno.
¿Se refiere también a seres similares a nosotros o más evolucionados?
Es posible. Hasta ahora no tenemos ninguna prueba. Pero, ciertamente, en un universo tan grande no se puede excluir esta hipótesis.
¿Y ello no sería un problema para nuestra fe?
Yo creo que no. Al igual que existe una multiplicidad de criaturas en la tierra, podría haber también otros seres, incluso inteligentes, creados por Dios. Esto no se opone a nuestra fe, porque no podemos poner barreras a la libertad creadora de Dios. Como diría San Francisco, si consideramos las criaturas terrenales como «hermano» y «hermana», ¿por qué no podríamos hablar también de un «hermano extraterrestre»? No dejaría de formar parte de la Creación.
¿Y en lo que respecta a la Redención?
Tomemos prestada la imagen evangélica de la oveja perdida. El pastor deja a las noventa y nueve en el redil para ir a buscar a la que se ha perdido. Pensemos que en este universo pueda haber cien ovejas, correspondientes a diferentes formas de criaturas. Los que pertenecemos al género humano podríamos ser precisamente la oveja perdida, los pecadores que necesitan al Pastor. Dios se hizo hombre en Jesús para salvarnos. Así, aunque existieran otros seres inteligentes, de ello no se desprende necesariamente que precisen ser redimidos. Podrían haber permanecido en amistad plena con su Creador.
Insisto: Si, por el contrario, fueran pecadores, ¿sería posible una redención para ellos también?
Jesús se encarnó una vez por todas. La Encarnación es un acontecimiento único e irrepetible. De todas formas, estoy seguro de que ellos también, de alguna manera, tendrían la posibilidad de gozar de la misericordia de Dios, tal y como nos pasa a los hombres.
El próximo año se celebrará el bicentenario del nacimiento de Darwin, y la Iglesia volverá a enfrentarse al evolucionismo. ¿Puede la astronomía contribuir a esa confrontación?
Como astrónomo puedo decir que de la observación de las estrellas y de las galaxias se desprende un evidente proceso evolutivo. Éste es un dato científico. Tampoco en esto veo yo contradicción entre lo que de la evolución podemos aprender —siempre y cuando no se transforme en ideología absoluta— y nuestra fe en Dios. Hay verdades fundamentales que, pese a todo, no cambian: Dios es el Creador, la creación tiene sentido, no somo hijos del azar.
Sobre estas bases, ¿es posible un diálogo con los hombres de ciencia?
Diría aún más: es necesario. La fe y la ciencia no son inconciliables. Lo decía Juan Pablo II y lo ha repetido Benedicto XVI: fe y razón son las dos alas con las que se eleva el espíritu humano. No hay contradicción entre lo que sabemos a través de la fe y lo que aprendemos a través de la ciencia. Puede haber tensiones o conflictos, pero no debemos tener miedo. La Iglesia no debe temer a la ciencia y a los descubrimientos.
Como, en cambio, sucedió con Galileo.
El suyo fue ciertamente un caso que marcó la historia de la comunidad eclesial y de la comunidad científica. Es inútil negar que hubiera conflicto. Pero pienso que ha llegado el momento de pasar página y de mirar, en cambio, al futuro. Aquel acontecimiento dejó heridas. Hubo malentendidos. La Iglesia, de alguna manera, ha reconocido sus equivocaciones. Tal vez se podía haberlo hecho mejor. Pero ahora es el momento de curar esas heridas. Y ello se puede llevar a cabo en un contexto de diálogo sereno, de colaboración. La gente necesita que ciencia y fe se ayuden mutuamente, sin traicionar, naturalmente, la claridad y la honradez de sus respectivas posiciones.
Pero, ¿por qué resulta hoy tan difícil semejante colaboración?
Creo que uno de los problemas de la relación entre ciencia y fe es la ignorancia. Por un lado, los científicos deberían aprender a leer correctamente la Biblia y a comprender las verdades de nuestra fe. Por otro, los teólogos y los hombres de Iglesia deberían ponerse al día sobre los avances de la ciencia, para poder dar respuestas eficaces a las cuestiones que ésta continuamente plantea. Desafortunadamente, también en escuelas y parroquias se echa en falta un itinerario que ayude a integrar fe y ciencia. A menudo los cristianos permanecen estancados en los conocimientos que adquirieron cuando estudiaban Catecismo. Creo que se trata de un auténtico reto bajo el punto de vista pastoral.
¿Qué puede hacer en este sentido el Observatorio Vaticano?
Decía Juan XXIII que nuestra misión debe ser la de explicar a los astrónomos la Iglesia y a la Iglesia la astronomía. Somos como un puente, un pequeño puente, tendido entre el mundo de la ciencia y la Iglesia. Por este puente, unos van en una dirección y otros en otra. Como nos ha recomendado Benedicto XVI a los jesuitas con ocasión de nuestra última Congregación General, debemos ser hombres de frontera. Creo que el Observatorio Vaticano tiene esta misión: estar en la frontera entre el mundo de la ciencia y el mundo de la fe para dar testimonio de que es posible creer en Dios y ser buenos científicos.
(«L’Osservatore Romano», 14-5-08; original italiano; traducción de ECCLESIA.)
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