Sunday, May 18, 2008

Testimonio de un cenobita cisterciense

En el Domingo de la Santísima Trinidad celebramos la Jornada Pro Orantibus dedicada a la Vida Consagrada Contemplativa.


Testimonio de un cenobita cisterciense

El cenobio es un desierto con tantas moradas como el número de elegidos y convocados a permanecer en él. Es un desierto poblado, con una peculiar distribución de dones y una organización que tiene como fin que los monjes se unan íntimamente a Cristo, porque sólo en el amor entrañable de cada uno por el Señor Jesús pueden florecer los dones peculiares de la vocación cisterciense. (C. 4. 5 de las Constituciones OCSO- 1990).


El diálogo con la Palabra nos ha precedido en todo. Sin consultar a nuestra voluntad y deseo, ella plasmó nuestro ánimo para la consagración. Y en el presente sigue modelando nuestro devenir por diversidad de cauces; el más ordinario de todos, el de la vida fraterna. Ella es el lugar donde se verifica el Amor. En esa escuela y en la escuela del Verbo es donde se aprende lo que es el Amor.


El Prólogo de la Regla de san Benito comienza con esta exhortación: «Escucha, oh hijo…» y «aguza el oído de tu corazón». Benito parece decir: con el «oído» abierto es como advertirás el abismo de tu nada, donde Otro te ceñirá y te elevará por los peldaños de una escala, a un cielo nuevo y aún por explorar. Guardini describió la intimidad cristiana como una realidad adveniente desde lo «Otro»: la Trinidad escondida, que es quien la crea en el interior del hombre. Para acceder a ella el monje deberá desarrollar más que ningún otro el sentido del oído.

Por eso estará, más que nadie, obligado a callar: El silencio –se dice en la C. 24–, se considera como uno de los valores más peculiares de la Orden; asegura al monje la soledad en la comunidad; favorece el recuerdo de Dios y la comunión fraterna; abre la mente a las inspiraciones del Espíritu Santo; estimula la atención del corazón y la oración solitaria con Dios.

¿Por qué san Bernardo dice en una de sus cartas que «aprendió más trabajando entre las hayas del bosque que en la lectura de muchos libros»? El trabajo arduo, y el silencio, han sido, desde los orígenes del Císter, una «escuela» de contemplación. Quien se deja instruir en esa escuela, quien se deja unir entrañablemente al Verbo, aprende, sobre todo, a no separar ya el conocimiento de la entrega, y a hacer de lo más banal un «servicio de alabanza».


En un capítulo de su Regla, Benito recuerda al cillerero del monasterio que «una buena palabra vale más que un regalo». Cuando a un hermano que ha pedido pide algo «poco razonable» se le niega lo que pide, la palabra amable transforma un gesto formal de negación en palabra de afirmación que supera nuestras limitadas posibilidades de bien. Cooperamos de ese modo al «sí» de Cristo. Él excede toda medida de bien.


Quien más, quien menos, ha tenido experiencia de que personas alejadas de todo «lugar común» y de la estima plural, en situaciones extremas sin salida real aparente, hayan sido un cauce para la esperanza. Tampoco en estas su donación nació de un cálculo humano. Al que de esta forma ha sido prójimo con su prójimo, un salmo bíblico (Sal 111) le da el nombre de «justo». Quien ha sido «luz» en medio de la resistente tiniebla, merece la alabanza de «los justos».


En la escuela del Amor, no obstante, no faltan las «espinas de los escándalos»: Mantener la unidad entre los hermanos depende del empeño mutuo y sincero en la reconciliación. Por eso, para que desaparezcan de la comunidad las espinas de los escándalos, los hermanos no guardarán resentimiento alguno, sino que harán las paces lo antes posible con el hermano en discordia. (Const. 15.1).


Benito anima a hacer prontamente las paces con el hermano en discordia. Esto no siempre se logra. Cuando la discordia ha sembrado heridas, una situación así puede traducirse en años de desencuentro. Aunque se respeten algunas reglas de cortesía en el trato, esta experiencia de incomunicación y de vacío lleva a una muerte parcial del alma: lo que un autor contemporáneo llamó la noche oscura del cenobita. Todos hemos pasado por ella. Y, en ocasiones, no hemos quedado ilesos…


Cuando la violencia vence a la ternura, la Palabra no cesa en su buen celo por la reconciliación. Ella trabaja siempre. Al que cae en la espiral de la crítica y la decepción amarga respecto a la vida común, la gracia le pedirá imitar la actitud de Pedro en la sinagoga de Cafarnaún ante el duro lenguaje del discurso del pan: también para él es un lenguaje duro, indigesto, pero, a diferencia de los que se van, sabe que «palabras de vida eterna» se esconden a veces tras una lastimosa apariencia. Conviene meditar esto: «En la vida cristiana no se trata de comprender para hacer, sino de estar –de permanecer– para comprender» (Card. Ratzinger).



¡Cefas es aquel que opta por permanecer!

Por eso un bautizado no debiera apear de su camino a ninguno de sus semejantes con demasiada facilidad, aunque llegara el caso de que las pequeñas «razones» que nos asisten, nos enfrentaran con esa decisión. En el fondo, decidirse por la permanencia en el amor –como dice Guillermo de Saint- Thierry en una célebre «oración meditativa»–, es haber localizado el «lugar», a una hora señalada del día y montar allí nuestra tienda, como hicieron los primeros discípulos –Andrés y Juan–: «Rabí, ¿dónde vives?». «Ven –dijo– y lo verás». «¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?». «Te damos gracias, Señor, hemos hallado tu lugar: tu lugar es el Padre, y el lugar de tu Padre eres tú».

Los monjes de la comunidad de Oseira, jóvenes y ancianos, sentimos haber encontrado ese lugar apartado y seguro. Nunca dejaremos de agradecer al Señor el don de la vocación que nos ha dado «a no anteponer nada» a Cristo, y que Él nos lleve a todos juntos a la Vida Eterna.

Hno. Pascual Abalo Iglesias, OCSO
Monasterio de Oseira

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