HOMILÍA COMPLETA
Santidad y delegados fraternos
Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas
Estamos reunidos ante la tumba de san Pablo, quien nació, hace dos mil años, en Tarso de Cilicia, en la actual Turquía. ¿Quien era este Pablo? En el templo de Jerusalén, frente a la multitud agitada que quería matarlo, el se presenta a sì mismo con estas palabras: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, instruido a los pies de Gamaliel en la exacta observancia de la Ley de nuestros padres; estaba lleno de celo por Dios…. Al final de su camino dirá de sí: “yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad. Maestro de los gentiles, apóstol y pregonero de Jesucristo, así él se caracteriza a sí mismo en una mirada retrospectiva del recorrido de su vida. Pero con ello, la mirada no va sólo hacia el pasado. “Maestro de los gentiles- esta palabra se abre hacia el futuro, hacia todos los pueblos y todas las generaciones. Pablo no es para nosotros una figura del pasado, que recordamos con veneración. Él es también nuestro maestro, apóstol y anunciador de Jesucristo también para nosotros.
Por lo tanto, estamos reunidos no para reflexionar sobre una historia pasada, irrevocablemente superada. Pablo quiere hablar con nosotros, hoy. Por esto he querido convocar este especial “Año paulino”: para escucharlo y tomar ahora de èl, como nuestro maestro, en la fe y la verdad, en la cual están radicadas las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo. En esta perspectiva he querido encender, para este bimilenario del nacimiento del Apóstol, una especial “Llama paulina”, que permanecerá encendida durante todo el año, en un especial bracero colocado en el pórtico de la basílica. Para solemnizar esta recurrencia he inaugurado también la llamada “Puerta Paulina”, a través de la cual he entrado en la basílica acompañado por el patriarca de Constantinopla, el cardenal Arcipreste y por otras autoridades religiosas.
Es para mi motivo de una íntima alegría que la apertura del Año paulino asuma un particular carácter ecuménico por la presencia de numerosos delegados y representantes de otras iglesias y Comunidades eclesiales, que acojo con el corazón abierto. Saludo en primer lugar a Su santidad el patriarca Bartolomé I y a los miembros de la delegación que los acompaña, así como al nutrido grupo de laicos de varias partes del mundo que han venido a Roma para vivir con Él y con todos nosotros estos momentos de oración y de reflexión. Saludo a los Delegados Fraternos de las Iglesias que tienen un vínculo particular con el apóstol Pablo- Jerusalén, Antioquia, Chipre, Grecia- y que forman el ambiente geográfico de la vida del Apóstol antes de su llegada a Roma. Saludo cordialmente a los Hermanos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales de Oriente y de Occidente, junto a todos ustedes he querido tomar parte de este solemne inicio del Año dedicado al Apóstol de los gentiles.
Estamos, entonces, reunidos para interrogarnos sobre el gran Apóstol de los gentiles. Nos preguntamos, no solo: ¿Quién era Pablo? Nos preguntamos sobretodo: ¿Quién es Pablo?, ¿Qué me dice? En esta hora, del inicio del Año paulino que estamos inaugurando, quisiera elegir de del rico testimonio del Nuevo testamento tres textos, en los cuales aparece su fisonomía interior, lo específico de su carácter. En la Carta a los Gálatas, él nos ha donado una profesión de fe muy personal, en la cual abre su corazón frente a los lectores de todos los tiempos y revela cual es el resorte más íntimo de su vida “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Todo aquello que hace Pablo, parte de este centro. Su fe es la experiencia del ser amado por Jesucristo de manera totalmente personal; es la conciencia del hecho que Cristo ha enfrentado la muerte no por algo anónimo, sino por amor a él- a Pablo- y que, como resucitado, lo ama todavía, que Cristo se ha donado por él. Su fe es el ser alcanzado por el amor de Jesucristo, un amor que lo perturba hasta lo más íntimo y lo transforma. Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios o sobre el mundo. Su fe es el impacto del amor de Dios sobre su corazón. Y así, esta misma fe es amor por Jesucristo.
Por muchos, Pablo es presentado como un hombre combativo que sabe manejar la espada de la palabra. De hecho, sobre su camino de apóstol no faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En su primera carta, aquella dirigida a los tesalonicenses, el mismo dice: “tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas….Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia..”. La verdad era para él demasiado grande para estar dispuesto a sacrificarla en vista de un éxito exterior. La verdad que había experimentado en el encuentro con el Resucitado ameritaba para él la lucha, la persecución, el sufrimiento. Pero lo que lo motivaba en lo más profundo, era el ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a otros este amor. Pablo era alguien capaz de amar, y todo su obrar y sufrir se explica a partir de este centro. Los conceptos fundados en su anuncio se comprenden únicamente en base a esto. Tomemos solamente una de sus palabras claves: la libertad. La experiencia del ser amado hasta el final por Cristo le había abierto los ojos sobre la verdad y sobre el camino de la existencia humana –esa experiencia abrazaba todo. Pablo era libre como hombre amado por Dios que, en virtud de Dios, estaba en capacidad de amar junto con Él. Este amor es ahora la “ley” de su vida y justamente así es la libertad de su vida. Él habla y actúa movido por la responsabilidad del amor, el es libre, y dado que es uno que ama, el vive totalmente en la responsabilidad de este amor y no toma la libertad como pretexto para el albedrío y el egoísmo. En el mismo espíritu Agustín ha formulado la frase luego famosa: ama y has lo que quieras. Quien ama a Cristo como lo ha amado pablo, puede verdaderamente hacer lo que quiere, porque su amor está unido a la voluntad de Cristo, y por ende, a la voluntad de Dios; porque su voluntad está anclada en la verdad y porque su voluntad no es más que simplemente su voluntad, arbitrio de su yo autónomo, sino que está integrada a la libertad de Dios y de ella recibe el camino que recorrer.
En la búsqueda de la fisonomía interior de San Pablo, quisiera, en segundo lugar, recordar la palabra que Cristo resucitado le dirige sobre el camino de damasco. Antes el Señor le pregunta: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» El respondió: «¿Quién eres, Señor?» Y le es dada la respuesta: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues”.Persiguiendo a la Iglesia, Pablo persigue al mismo Jesús. “Tu me persigues”. Jesús se identifica con la Iglesia en un solo sujeto. En esta exclamación del resucitado, que transformó la vida de Saúl, en el fondo está contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se ha retirado en el Cielo, dejando sobre la tierra una secuela de seguidores que llevan adelante su causa. La Iglesia no es una asociación que quiere promover una cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado permaneció “carne”. Él tiene carne y huesos”, lo afirma en Lucas el Resucitado frente a los discípulos que lo habían considerado un fantasma. Èl tiene un cuerpo. Está personalmente presente en la Iglesia, “Cabeza y Cuerpo” forman un único sujeto, diría Agustín. “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?, escribe pablo a los Corintios. Y agrega: como según el Libro del Génesis, el hombre y la mujer se hacen una sola carne, así Cristo con los suyos se hace un sólo espíritu, un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección. En todo esto, se visualiza el misterio eucarístico, en el cual Cristo dona continuamente su Cuerpo y hace de nosotros su Cuerpo: “el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan”. Con estas palabras se dirige a nosotros, en este momento, no sólo Pablo, mas el Señor mismo: ¿Cómo habéis podido lacerar mi Cuerpo? Frente al rostro de Cristo, esta palabra se convierte al mismo tiempo en una petición urgente: Vuelve a juntarnos de todas las divisiones. Haz que hoy se haga nuevamente realidad: Hay un sólo pan, por lo tanto, nosotros, a pesar de ser mucho, somos un sólo cuerpo. Para pablo la palabra Iglesia como Cuerpo de Cristo no es un parangón cualquiera. Va mucho más allá de un parangón. “¿Por qué me persigues?. Continuamente Cristo nos atrae hacia su Cuerpo, edifica su Cuerpo a partir del centro eucarístico, que para Pablo es el centro de la existencia cristiana, en virtud del cual todos, como también cada individuo puede de manera totalmente personal experimentar: Él me ha amado y ha se ha dado por mí.
Quisiera concluir con una palabra tardía de San Pablo, una exhortación a Timoteo desde la prisión, frente a la muerte. “Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio” dice el Apóstol a su discípulo. Esta palabra, que está al final de los caminos recorridos por el apóstol como un testamento, nos lleva hacia atrás, al comienzo de su misión. Mientras, después del su encuentro con el resucitado, pablo se encontraba ciego en su habitación en Damasco, Anania recibió el encargo de ir donde el perseguidor temido e imponerle las manos, para que recuperara la vista. A la objeción de Anania que este Saúl era un perseguidor peligroso de los cristianos, le es dada la respuesta: Este hombre debe llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre”. El encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por Cristo van inseparablemente juntas. La Llamada a ser el maestro de las gentes es al mismo tiempo e intrínsecamente una llamada al sufrimiento en la comunión con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En un mundo en el que la mentira es potente, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiere esquivar el sufrimiento, tenerlo alejado de sí, tiene alejada la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la verdad y así servidor de la de. No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia de sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Allí donde no hay nada que valga que por ello se sufra, también la misma vida pierde su valor. La eucaristía –el centro de nuestro ser cristianos- se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, ha nacido del sufrimiento del amor que en la Cruz encontró su culmen. Nosotros vivimos de este amor que dona. Eso nos da la valentía y la fuerza de sufrir con Cristo y por él, de este modo, sabiendo que justamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera. A la luz de todas las cartas de san Pablo vemos como en su camino de maestro de las gentes se ha cumplido la profecía de ananay en la ora de la llamada: “Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre”. Su sufrimiento lo hace creíble como maestro de verdad, que no busca su propio provecho, la propia gloria, el placer personal, mas se empeña pro Aquel que nos ha amado y nos se ha dado a sí mismo por todos nosotros
En esta hora en la que agradecemos al Señor, porque ha llamado a Pablo, haciéndolo luz de las gentes y maestro de todos nosotros, oramos: Danos también hoy el testimonio de la resurrección, tocado por tu amor y capaces de llevar la luz del Evangelio en nuestro tiempo. San Pablo ora por nosotros. Amen.
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