Sunday, June 29, 2008

Homilia de Betania: EL DIOS NUESTRO DE CADA DÍA

Por Gabriel González del Estal


1.- San Pedro y San Pablo tenían personalidades muy distintas, pero los dos fueron fieles seguidores del Maestro, desde el momento mismo en el que se convencieron de que Jesús era el verdadero Mesías, el que Dios había enviado al mundo para salvarnos. Los dos profesaron la misma fe, pero cada uno vivió su experiencia de fe en conformidad con su temperamento, con sus convicciones y con sus sentimientos más profundos. Pedro era más primitivo, más inculto, más titubeante en sus convicciones, pero fue siempre sincero, espontáneo, dispuesto a reconocer y a llorar sus errores en el momento mismo en el que los reconoció. Dios mismo le reveló que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo. El Maestro le hizo piedra y fundamento de su Iglesia. Pablo era más culto, más seguro de sí mismo, más iluminado, más batallador. Dios mismo le reveló que Jesús era el verdadero Mesías, nuestro único Salvador. El Maestro, mediante revelación particular, le envió a predicar su evangelio a los gentiles, a anunciar la superioridad de la fe en Jesús sobre la Ley de Moisés y los profetas. Los dos, a pesar de sus grandes diferencias, son piedras vivas y fundamentales en la edificación de la Iglesia de Cristo. Pues bien, lo que quiero ahora decir es que cada uno de nosotros somos distintos y debemos vivir nuestra fe, una misma fe, de acuerdo con nuestro propio temperamento, con nuestras propias convicciones, con nuestra propia manera de sentir y de amar a Dios y al prójimo. La fe cristiana, evidentemente, es una y única, pero la vivencia y la expresión de esa fe será siempre personal e intransferible, aunque nuestra profesión de fe se haga dentro de una misma Iglesia y dentro de una misma comunidad cristiana. Dios es uno y único, pero cada uno de nosotros nos relacionamos con él de forma particular. En este sentido podemos decir que cada uno de nosotros tenemos nuestro propio Dios, el Dios nuestro de cada día, aunque todos somos hijos del mismo y único Dios. Lo importante es que no perdamos nunca la fe profunda y fundamental de Pedro y la fe católica y universal de Pablo. Y que seamos siempre religiosamente respetuosos con la fe de los demás.



2.- Pedro recapacitó y dijo: pues era verdad. No tenía Pedro muchos motivos para fiarse de Herodes, que acababa de mandar pasar a cuchillo a Santiago. Lo más probable era que con él hiciera lo mismo. Por eso, cuando le están quitando las cadenas y sale fuera de la cárcel, cree que está viendo visiones. Pero, en este momento, emerge de su conciencia su fe profunda en el Mesías salvador y se da cuenta, alborozado, de que ha sido él mismo, por medio de un ángel, el que le ha librado de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos. Es probable que muchos de nosotros en más de una ocasión nos hayamos visto perdidos y alguien, algún ángel del Señor, nos haya salvado. Es bueno reconocer la mano de Dios en nuestra vida, una mano poderosa que ha hecho posible lo que a nosotros nos parecía humanamente imposible. Seguro que cada uno de nosotros tiene su ángel de la guarda y hasta es posible que algunos tengamos más de uno.



3.- El Señor seguirá librándome de todo mal. Desde el momento mismo de su conversión Pablo fue un hombre sin miedos. Estaba seguro que Dios estaba con él y, teniendo a Dios a su lado, ¿quién le iba a hacer temblar? Es esta seguridad en la mano protectora de Dios la que le permite a Pablo asumir riesgos y dificultades sin miedos ni titubeos. Es asombrosa la serenidad y la valentía con la que Pablo, fiándose de Dios, se enfrenta en muchas ocasiones a dificultades que parecían insuperables. ¡Que gran lección para nosotros que con demasiada frecuencia vamos por la vida, vacilantes, con el alma llena de angustias y temores!



4.- Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Podemos olvidarnos ahora del texto y del contexto evangélico, y preguntarnos a nosotros mismos: ¿Quién es para mí, Jesús de Nazaret? Olvidémonos de lo que dice la gente y de respuestas que hemos aprendido más o menos rutinariamente. Entremos en el santuario de nuestra conciencia y a solas con nosotros mismos repitamos, sosegada y profundamente, la pregunta: ¿Quién es para mí Jesús de Nazaret, hasta qué punto mi fe en él condiciona y dirige toda mi conducta? Ojalá que de la respuesta, sincera, que demos, pueda decirse que no nos la ha revelado nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo! Sería el mejor homenaje que, en esta fiesta, podríamos ofrecer a San Pedro y a San Pablo.

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