Después de varios meses de no haberlo visto, me encuentro hoy con Kiandu. Tenía ganas de verlo ya que fue una de las personas más cercanas a mí que se vieron directamente afectadas por la violencia post-electoral en Kenia, durante el fatídico mes de Enero de este año. En aquellos turbulentos días, turbas de jóvenes alentados por políticos locales se lanzaron a la búsqueda y captura de los “rivales” políticos de la otra etnia. Como si de una macabra recreación del genocidio ruandés se tratara, estos exaltados se dedicaron a parar autobuses y sacar a los de otras tribus o a peinar pueblos enteros buscando contrincantes: lúos buscaban kikuyus, kikuyus buscaban a lúos, kalenjín buscaban a kikuyus y kisiis... todo un rosario de antagonismos, odios y animadversiones bien guardadas en el subconsciente durante años.
Dicen que las personas afectadas por situaciones psicológicas extremas tienen solo dos opciones: o hablar o callar sobre el asunto. Los que eligen el primer camino tienen muchas más posibilidades de superar los terribles recuerdos... los que deciden guardarse todo para sí lo tienen mucho más difícil ya que es difícil el poder experimentar niveles de empatía y de autoexpresión interior que ayuden a superar el trauma. Kiandu decide hablar sobre el tema, sacando afuera su frustración al ver que su familia, ahora mismo acogida en un campo de desplazados a bastantes kilómetros de su casa, todavía tardará bastante en poder retornar y acabar así con esta situación de provisionalidad. Saben que de lo que era su casa no queda nada, todo ha sido destruido, como si hubiera pasado un huracán. Su padre intentó quedarse con el ganado mientras enviaba al resto de la familia a zonas más seguras y eso le costó la vida. Kiandu me cuenta lo terriblemente doloroso que es morir a flechazos, sobre todo cuando las flechas tienen cuatro afilados arpones que impiden que la flecha se vuelva a sacar.... si se quiere salvar a la persona o se abre la piel o se empuja a la flecha para que salga por el otro lado (si esto es posible). Me cuenta esto con una frialdad quizás producto ya de la desesperanza de saber que por el momento no hay solución. Nadie le devolverá a su padre vivo, y sobre la familia sólo Dios sabe cuándo podrán volver a aquella casita con jardín y establo que tantos esfuerzos costó levantar.
“El problema”, me dice, “es que los que hicieron todo eso eran vecinos que hasta aquel día eran correctos y buenos con nosotros”. De dónde salió de pronto toda esa sed de venganza y sangre, es un misterio no sólo para él, sino para muchas personas. El gobierno está haciendo lo posible por facilitar la vuelta de los retornados a sus casas, pero los resultados no están siendo muy alentadores. Hay mucho miedo, y en algún caso los que se han animado a volver han sido recibidos con renovadas amenazas y con gestos que les han hecho comprender que los episodios de violencia no son agua pasada. De alguna manera, sigue en muchas zonas el odio y el rencor que en muchos casos – justo es decirlo – no surgieron de manera espontánea sino que fueron alentados y provocados por los inflamatorios discursos de políticos locales llamando a una limpieza étnica y a pasar la hoja de un libro que prometía prosperidad, tierra y bienestar cuando se expulsara a “los usurpadores” de la región en cuestión. Un tristísimo episodio de la historia moderna de este país.
A la hora de escribir estas líneas, hay ya formada una comisión de investigación de los episodios de violencia post-electoral, pero hay mucho escepticismo en el ambiente ya que hay muchos intereses para que no se sepa lo que pasó (¡¡rodarían cabezas que ahora se sientan en el parlamento o que tienen posiciones de poder en diferentes ámbitos sociales!!) y no me extrañaría que al final, la comisión hiciera un informe más o menos convincente pero se dejara de lado cualquier paso que pudiera ser impopular, como el arresto de políticos o la clausura de aquellos medios o instituciones que propiciaron la violencia.
Kiandu dice: “El gobierno no ha hecho nada, si no fuera por las ONGs que han repartido tiendas y comida, la gente estaría todavía a la intemperie y sin nada que llevarse a la boca.” Una acusación así duele especialmente en un país donde los honorables parlamentarios se cuentan entre los mejor pagados del mundo y donde cada ministro cobra un salario mínimo de 17.000 dólares al mes, sin contar dietas y otros beneficios. Ya se habla de reducir los fondos destinados a los desplazados en el Oeste de Kenia porque dicen que hay muchos y el dinero no llega para todos... pero nadie habla de rebajarse el sueldo o de reducir el gasto público ahora mismo infladísimo por el gran número de ministerios existentes (42 ni más ni menos) y los espléndidos salarios de sus señorías.
Mientras tanto, Kiandu se sigue haciendo preguntas que por el momento no tienen respuesta. La cruda realidad es que lo que queda de la familia de sus padres y tíos viven en una tienda de campaña, dependiendo de la ayuda alimentaria de las ONGs y siendo testigos pasivos de las promesas de resolución del problema y de vuelta a sus casas. En vez de dejarse engatusar con tales promesas, viven el día a día confiando que un día se acabe este doloroso destierro en la propia patria.
Alberto Eisman
Del blog "En clave de África"
El periodista Digital
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