En abril de 1966, una portada de la revista Time preguntaba “¿Dios ha muerto?” En agosto de 2006, la revista Foreign Policy afirma: “Dios está en racha”. Y es verdad. En los últimos años, no paran de salir libros dedicados a estudiar el tema de Dios. Pero lo curioso es que, de esos libros, los que más se venden son los escritos por ateos o agnósticos. Lo que escriben los teólogos sobre Dios interesa mucho menos. Por eso los libros sobre Dios, que escriben los teólogos, se venden bastante menos que los libros sobre Dios, que publican los ateos. Y lo más llamativo del caso es que, sin duda alguna, los libros de los teólogos, al estar escritos por profesionales de la teología, están mucho mejor documentados que los que suelen publicar los ateos.
Baste comparar, por poner un solo ejemplo, el excelente estudio de Juan Antonio Estrada, La imposible teodicea (Trotta, 1997), con el libro de Richard Dawkins, El espejismo de Dios (Espasa, 2007), que ya ha dado la vuelta al mundo. Es evidente que el tema de Dios interesa a la gente. Pero interesa mucho menos lo que decimos los teólogos sobre el tema central de nuestra especialidad. ¿Qué nos pasa a los teólogos?
Por supuesto, el tema de Dios plantea muchas preguntas. Y más ahora, como están las cosas. Pero está visto que las respuestas que damos los teólogos a esas preguntas, interesan a poca gente. ¿Por qué? No sé si me equivoco, pero se me ocurre pensar que los teólogos estamos más limitados de lo que imaginamos para responder lo que hay que responder a lo que la gente se pregunta sobre el tema de Dios y cuanto se relaciona con ese tema. Esto ha pasado siempre. Pero ahora, especialmente en la Iglesia católica, la cosa se ha puesto mucho más complicada.
En el pasado mes de abril, el profesor de la Universidad de Tubinga, Peter Hünermann, dijo: “Junto a Jon Sobrino, están en el banquillo de los acusados los exegetas y teólogos sistemáticos más respetados, tanto católicos como protestantes”. Y es que la jerarquía eclesiástica está obligando a la teología y a los teólogos a pasar por “un verdadero ojo de aguja”, dice Hünermann. La misión del teólogo ya no es ser fiel a la palabra de Dios y a la tradición de la Iglesia, sino someterse y hacer que la gente se someta a lo que dice el magisterio, sobre todo a lo que dice el Papa.
Estamos mucho peor
Esto viene de lejos. Hace más de cincuenta años, el dominico Yves Congar escribía en su diario: “El Papa actual, sobre todo desde 1950, ha desarrollado, hasta la manía, un régimen paternalista consistente en que él, y sólo él, dice al mundo y a cada uno lo que hay que pensar y cómo hay que actuar. Pretende reducir a los teólogos al papel de comentaristas de sus discursos, sin que, sobre todo, puedan tener la veleidad de pensar algo, de tener cualquier iniciativa fuera de los límites de ese comentario: excepto, lo repito, en un margen muy estrecho, perfectamente acotado y vigilado, de problemas sin consecuencias” (Diario de un teólogo, Trotta, 2004).
Hoy la situación de los teólogos está mucho peor que entonces. Ni se sabe ya el número de profesores expulsados de sus cátedras y centros de enseñanza, a partir del pontificado de Juan Pablo II. Un teólogo puede decir cosas contrarias al Evangelio. Si enseña algo en contra de lo que dice el Papa, que se atenga a las consecuencias.Y la primera de esas consecuencias es que la teología, que sale de los centros eclesiásticos, no suele responder a las preguntas de la gente, sino a los intereses de poder y control del magisterio. Un magisterio que oculta tales intereses con el disfraz de argumentos que “se mueven por completo en un esquema conceptual metafísico” (Hünermann). Un esquema que casi nadie entiende ya y que a nadie interesa.
Así las cosas, al profesor de un centro eclesiástico, que quiera trabajar, no desde una mentalidad sumisa, sino desde una responsabilidad coherente con el Evangelio, no le quedan más que dos salidas: el engaño o el sufrimiento. El engaño del que enseña, no lo que debe, sino lo que conviene. O el sufrimiento del que, desde la debida libertad, se juega su puesto de trabajo y su imagen pública. Ejemplo de engaño: hace unos años, en una reunión de profesores de teología, uno de ellos dijo: “El día que me jubile, me gustaría exponer la teología que yo habría querido explicar toda mi vida”. Confieso que, al oír aquello, me quedé impresionado. Y no pude evitar un pensamiento: “Este hombre se ha pasado la vida engañando a sus alumnos”. Es triste. Muy triste. Pero así es de real. Tan real como destructivo. El destrozo que causa un profesor, que hace eso, es mayor de lo que imaginamos.
José M. Castillo
Fuente: El Ciervo
Viene la segunda parte
No comments:
Post a Comment