28-Octubre-2008 Juan José Tamayo
Hace hoy 50 años el que escribe esta entradilla estaba en la Piazza San Pietro viendo la fumata bianca y siendo después “tocado” por la contagiosa sencilla humanidad del nuevo papa. Por eso agradece especialmente al amigo Juanjo el haber escrito y habernos enviado este artículo, a la vez que lo enviaba a El País.
El 28 de octubre de 1958 era elegido papa el anciano patriarca de Venecia Angello Giuseppe Roncalli, que tomaba el nombre de Juan XXIII, tras casi veinte años de pontificado de Pío XII, tan criticado por su insensibilidad hacia la persecución del nazismo contra los judíos y por ser martillo de la teología moderna. Nada hacía pensar en su biografía que el nuevo papa pudiera llevar a cabo cambios importantes en la marcha de la Iglesia católica, anclada en la Cristiandad medieval. De joven se había formado en un seminario de la Contrarreforma. Ya sacerdote, fue secretario particular del obispo de Bérgamo, su diócesis natal, y profesor de historia de la Iglesia. Su siguiente destino fue la dirección nacional de Propaganda Fide en Roma. Después, ejerció, durante diez años, la función de visitador apostólico en Bulgaria, país con solo sesenta y dos mil católicos, sin mucho entusiasmo. “Bulgaria es mi cruz”, escribió entonces con resignación. De Bulgaria pasó a la nunciatura de la Turquía laica de Atatürk en plena política secularizadora, que rechazaba el islam y cualquier forma religiosa considerada integrista, incluido el catolicismo. Su posterior misión fue la nunciatura de Francia, donde llegó en 1944 cuando estaba a punto de ser liberada del nazismo, en un momento de fuerte división entre los católicos -sacerdotes y obispos incluidos- por profundas divergencias políticas e ideológicas. Allí le tocó vivir la experiencia de los sacerdotes obreros y las sanciones de Pío XII a algunos de los más cualificados representantes de la nouvelle théologie. Con setenta y un años fue nombrado arzobispo de Venecia. Una vida, por tanto, entre el trabajo burocrático de la curia romana y la diplomacia, con un breve tiempo de actividad pastoral.
Sin embargo, en menos de cinco años que duró su pontificado, logró poner en marcha una de las mayores transformaciones de la Iglesia católica, que pasó del autoritarismo “piano” al conciliarismo, del integrismo al , de la Contrarreforma a la Reforma, de la Cristiandad a la modernidad, del anatema al diálogo y de la alianza con el poder a la Iglesia de los pobres. Ponía fin, así, a cuatro siglos de Contrarreforma, haciendo suya, sin citarla, la propuesta del reformador Lutero: “La Iglesia debe estar en permanente reforma”, que asumió luego el concilio Vaticano II.
Con el pontificado de Juan XXIII se inicia una era de cambios compulsivos en la historia de la humanidad que continuaron a lo largo de la década de los sesenta del siglo pasado. Fue, por utilizar la expresión de Karl Jaspers aplicada a otra época histórica, el tiempo-eje de las utopías en el que se sucedieron importantes transformaciones de toda índole: la revolución cubana, la independencia de países sometidos a las potencias europeas, la lucha por los derechos civiles, los movimientos de liberación en América Latina, la revolución estudiantil, la primavera de Praga, el diálogo cristiano-marxista, etc. Transformaciones todas ellas alentadas por una filosofía de la esperanza que tuvo su traducción religiosa en las teologías de la secularización, revolución, de la esperanza y de la liberación. Juan XXIII se cuenta, sin duda, entre los grandes líderes que reviriteron la historia en dirección a la justicia y a la liberación: Fidel Castro, Che Guevara, Nasser, Ben Bella, Kennedy, Martin Luther King, etcétera.
Juan XXIII llevó a cabo una revolución copernicana dentro de la Iglesia católica. Con la convocatoria del Vaticano II recuperaba la tradición democrática de la Iglesia de los concilios medievales de Basilea y de Constanza, que defendieron el concilio como forma colegiada de dirección de la Iglesia. En el discurso de apertura del Vaticano II mostró su desacuerdo con los “profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos”. Criticó las alianzas que el cristianismo había hecho, desde Constantino, entre el trono y el altar, denunciando las “ilícitas injerencias de las autoridades civiles” en el desarrollo de los Concilios ecuménicos y las acciones supuestamente protectoras de los “príncipes de este mundo” que respondían a motivaciones políticas y al propio interés” y generaron daños espirituales. Entonaba así el requiem por la Iglesia de Cristiandad, considerada hasta entonces la única forma de realización del cristianismo, e iniciaba el diálogo con la Modernidad, a la que sus predecesores habían condenado como el Anti-cristo y la gran enemiga de la Iglesia.
Puso las bases para la democratización de la Iglesia, que hasta entonces funcionada como una patriarquía, como una monarquía absoluta y se estructuraba al modo estamental del Medievo, con sus binomios, o mejor, oposiciones entre clérigos y laicos, jerarquía y pueblo cristiano, Iglesia docente e Iglesia discente, rebaño y pastor, más propios del Medioevo que de la Modernidad. Una democratización que comenzaba por negar que la Iglesia fuera una sociedad desigual por naturaleza divina, como la habían definido algunos de sus predecesores, y por defender la índole comunitaria de la Iglesia y la igualdad de todos los creyentes por el bautismo.
Juan XXIII inició un diálogo multilateral -polilogo, al decir de Raimon Panikkar-. Primero, entre las tendencias enfrentadas dentro de la propia Iglesia católica. Para ello dio carta de ciudadanía a la nouvelle théologie, condenada por su predecesor, e invitó como asesores del Vaticano II a algunos de sus principales representantes, que habían sido privados de la docencia e incluso desterrados: Congar, Rahner, Schillebeeckx, etcétera, todos ellos pioneros del diálogo ecuménico. Tras siglos de incomunicación, entró en comunicación con la cultura moderna marcada por la increencia en sus diferentes manifestaciones: indiferencia religiosa, ateísmo y agnosticismo. Se acercó a las religiones cristianas no católicas a quienes no dudó en llamar hermanas. Supo apreciar los signos de liberación que se encuentran en las religiones no cristianas, a las que el concilio Vaticano II les dedica la última Declaración.
Hizo suya la cultura de los derechos humanos, anatematizada sistemáticamente por sus predecesores desde la Revolución Francesa y la incorporó a la doctrina social de la Iglesia en su memorable encíclica Pacem in terris, dirigida “a todos los hombres de buena voluntad” y publicada el 11 de abril, apenas dos meses antes de su fallecimiento, que contó con el reconocimiento unánime del mundo intelectual, social y político. Quince años después de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la ONU y tras no pocas resistencias de la Iglesia católica hacia ella, Juan XXIII la asumía sin reparo y en su integridad, incluidos los derechos económicos y la presencia de la mujer en la esfera pública.
Juan XXIII trasladó a los obispos su apuesta personal, que era la Iglesia de los pobres, para que la asumieran como prioritaria en el concilio Vaticano.. La formuló por primera vez con plena nitidez el 11 de septiembre de 1962 ante el cuerpo diplomático: “La Iglesia se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: como Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. No era una Iglesia que debiera coexistir con la Iglesia de los ricos. Era la verdadera Iglesia. Sólo unos pocos la hicieron suya y la defendieron en el aula conciliar. Uno de ellos fue el cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia, para quien el misterio de Dios había que ponerlo en los pobres, la evangelización de los pobres debía ser el centro del concilio y la Iglesia de los pobres la clave de bóveda. Esa convicción le llevó a renunciar a su achidiócesis y a ir a trabajar con los pobres a África. Otro fue monseñor Himmer, obispo francés de Tournai, quien osó afirmar en el aula conciliar: “Hay que reservar a los pobres el primer lugar en la Iglesia”. Pero no se convirtió en la idea prioritaria del concilio. Los obispos prefirieron centrarse en los no creyentes, como principal desafío al que tenía que responder la Iglesia entonces.
Sin embargo, la iniciativa de Juan XXIII no cayó en saco roto. Dio sus frutos unos años después, primero en América Latina con el nacimiento de los movimientos de liberación, las comunidades de base y la teología de la liberación; después en Asia, África y en los movimientos cristianos proféticos del Primer Mundo.
Gracias a Juan XXIII volvió a haber primavera en la Iglesia católica, tras siglos de invernada. Gracias a él empezamos a acariciar la esperanza de Otra Iglesia Posible. Pero fue una primavera corta, que apenas duro diez años. Luego vino, de nuevo, la larga invernada, que ya dura cuarenta años. ¿Hasta cuándo?
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de “Iglesia profética e Iglesia de los pobres” (Trotta, Madrid, 2003).
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