T. era una enferma de cáncer que vino a visitarme en el Japón unos días antes de ingresar en el sanatorio para ser operada. Quería prepararse. Tenía previsto venir esa tarde a visitarme. Habíamos quedado a las cuatro en la universidad. Pasó media hora, y no llegaba. Me extrañó, ya que conocía la puntualidad típica de aquella mujer, que llevaba años de ejecutiva, con un récord de eficiencia secretarial a toda prueba. Cuando, al fin, se presentó con tres cuartos de hora de retraso, pidió excusas y me dio la explicación.
Al salir de la estación, justamente a las cuatro menos cinco, cruzó el recinto del parque para entrar en el campus universitario. Le impresionaron entonces los cerezos en flor de primeros de abril. Se sentó en un banco y se quedó extasiada mirándolos. Cuando se percató, había pasado más de media hora. Pero su emoción no se debía a los cerezos: estaba asustada de sí misma.
“Llevo –me decía– veinte años pasando todos los días por este parque, camino de mi empresa. Hasta hoy, jamás me había detenido.” Llevaba veinte años de carrera en un trabajo en el que, a pesar de ser mujer y japonesa, mandaba sobre muchos hombres: era eficiente, rápida y creativa. Su agenda incluía viajes aéreos al extranjero varias veces al mes, organización de conferencias internacionales e innumerables reuniones de negocios. “Pero nunca me detuvo –decía– a disfrutar de este parque. ¿No parece mentira que yo sea japonesa?”
Aquella tarde, la víspera de su ingreso en el hospital, sintiendo que se le iba la vida, empezó a descubrir de pronto que la estaba desperdiciando, mientras parecía aprovecharla hasta el último minuto. “¿Adónde iba yo – decía – con tanta prisa?”
’(Juan Masiá, El Otro Oriente, Sal Terrae 2006, p. 52)
De la página de Carlos Vallés SJ
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