Hoy he intentado imaginarme cómo sería una jornada normal de mi vida en el hipotético caso de que el día anterior todos los inmigrantes que tenemos en España se hubieran marchado al mismo tiempo. Un día de tales características podría desarrollarse de esta manera:
Muy de mañana, como de costumbre, salí de casa pero el portal y las escaleras ofrecían un aspecto lamentable. La mujer rumana que viene a limpiar todos los días hoy no estaba, y su ausencia se notaba.
Cuando llegué al el trabajo faltaba la recepcionista, una chica de Camerún, y hubo problemas para pasarnos las llamadas a las 70 personas que trabajamos aquí.
La escuela infantil que tenemos al lado de nuestros despachos estaba medio vacía. Todos echamos de menos la música habitual de varias decenas de voces infantiles cantando al unísono y que nos alegraban las mañanas. Los pocos padres de los niños españoles comentaban, en corrillos, que la administración del centro escolar no puede hacer frente a la situación y es posible que tengan que cerrar por falta de alumnos.
Salí a tomar un café a las once, pero todos los bares cercanos habían cerrado por falta de personal. Es una pena, porque me había acostumbrado a la cafetería que hay al lado, donde en la barra me atendían siempre una señora de Filipinas y otra de Colombia, muy amables y eficientes ellas.
Las obras que tenemos en el edificio de al lado habían cesado, porque la empresa se quedó sin los trabajadores marroquíes y peruanos que llevaban adelante el trabajo.
La chica ecuatoriana que acompaña a mis padres al médico, limpia su casa y sale con mi madre a hacer la compra ya no está. Mis padres hoy se las han visto y deseado para poder hacer su vida normal sin ella y yo no sé qué voy a hacer para solucionar este problema que me trae de cabeza.
Los compañeros de trabajo comentaban preocupados que ahora que se han ido todos los inmigrantes extranjeros, y con la población española que sigue envejeciendo cada vez más, cuando nos llegue a nosotros la jubilación no sabemos lo que cobraremos porque no habrá fondos suficientes para darnos unas pensiones decentes.
Salí un momento afuera y busqué un locutorio para hacer una llamada a un amigo que vive en Uganda, pero los dos que están cerca de la oficina donde trabajo –uno regentado por paquistaníes y el otro por un argentino- habían cerrado.
Al salir del trabajo fui a comprar el pan, pero la panadería que llevan los venezolanos ya no estaba, como también había echado el cierre la tienda de los chinos donde suelo comprar las bebidas.
Entre en mi casa, y entonces me ocurrió lo peor del día.
Comprobé, con horror, que mi mujer, que es ugandesa, ¡ya no estaba!. ¡Y mi hijo de tres meses estaba solo, sucio y hambriento en su cuna, llorando desconsolado!
José Carlos Rodríguez
Del blog "En clave de África"
Periodista Digital
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