Sunday, October 05, 2008

La verídica historia del predicador y las bragas

Kisii, oeste de Kenia... hace unos cuantos días:


Los feligreses de aquella iglesia que se había congregado al aire libre no daban crédito a sus ojos. En medio de un encendido sermón bajo un sol de justicia, el pastor sudaba profusamente, por lo que a los pocos minutos de comenzar su exhortación se le notaba ya castigado tanto por el arrebato de su oratoria como por el acaloramiento de hacerlo expuesto a los rayos solares. En ese momento y movido por una necesidad de alivio, metió su mano en la chaqueta buscando un pañuelo salvador que pudiera borrar las múltiples perlitas de sudor que habían comenzado a poblar su frente y su rostro.


Una vez estaba la mano en el bolsillo buscando la ansiada prenda, la reconoció inmediatamente por la suavidad de su tacto. Ni corto ni perezoso, la sacó de su cobijo y se la pasó por aquellas zonas donde los poros habían hecho más estragos. Hasta este momento, el pastor no notó nada y después de la necesaria pausa de un par de segundos para ese misericordioso ejercicio de elemental higiene, retomó ardorosamente el hilo de su prédica.


Sin embargo, la perspectiva visual y cromática de los fieles les permitió ver algunos detalles de esta acción que eran cuando menos atípicos. Por un momento parecía --y la gente se preguntaba si esto era una ilusión óptica por estar todos medio aturdidos o amodorrados en pleno sol-- que lo que el reverendo había utilizado para enjugarse el sudor no era un pañuelo, blanco e inmaculado. Para su desgracia, el pastor no devolvió la tela al bolsillo sino que la mantuvo en su puño, quizás inspirado a hacer como si fuera un Pavarotti del púlpito... y por obra de los azares del destino (o del demonio meridiano del que tradicionalmente se dice que tentaba a los más probados santos varones) toda la parroquia allí reunida pudo comprobar fehacientemente que la suave tela que él había sacado de su bolsillo y que blandía ahora a la vista de todos en su mano no era otra cosa que unas bragas (de señora, obvia decir, pero no está de más resaltarlo).


Ni que decir tiene que la fervorosa grey allí congregada ya no escuchaba las palabras del sermón. Los murmullos y cuchicheos llenaron el lugar de un incómodo ruido de fondo que se extendió más rápido que la misma velocidad del sonido. La confusa situación quedó mucho más esclarecida cuando un piadoso parroquiano tuvo a bien aplicar aquella obra de misericordia espiritual de "enseñar al que no sabe" y ni corto ni perezoso avanzó al estrado, subió las escaleras, murmuró algo al oído del reverendo poniéndole al tanto de la infeliz circunstancia; éste, al darse cuenta del meollo del asunto... perdió la fluidez de su parla, el hilo de voz y casi la presencia de espíritu. De pronto las perlitas de sudor -- que por la sobredosis de adrenalina reaparecieron a un ritmo exorbitante-- amenazaban con convertirse en desbordados arroyitos de exudada vergüenza.


Para más inri, la esposa del reverendo estaba presente en el sermón... y obviamente, una vez descubierto el pastel (o quizás debido al tono pastel de la íntima prenda), todos los ojos se posaron sobre ella. Como siempre pasa en estos casos, el demonio hace hervir el agua, pero no hace las tapas para cubrir las ollas y, por tanto, si la cosa estaba ya mal, se terminó de complicar del todo porque la sofocada señora tuvo que aceptar la evidencia que su marido blandía en sus manos unas bragas que, curiosamente, no eran parte de su ajuar.... ‘horreur', se mascaba la tragedia: solo faltaban redobles de tambores y música de fondo. Dicen los que vieron la escena que el maromo, en cuanto recibió el providencial aviso --que, obvia decir, tuvo el mismo efecto que una revelación celestial--, cortó por lo sano su sesión de oratoria, bajó raudo del pedestal y se fue a un habitáculo aparte no lejos del estrado seguido sin dilación por una diligente esposa urgida por algún asunto importante que probablemente tenía que discutir con el menda. Desgraciadamente, y a pesar de los esfuerzos hechos para recabar información al respecto, no ha trascendido lo que hablaron los dos en el secreto de su provisional reclusión.


Después de esta penosa situación y una vez que esta embarazosa (pero para la el populacho obviamente morbosa) situación se hizo pública, los medios de comunicación han hecho el resto, se han encargado de poner los puntos sobre las íes y han arrojado luz en los aspectos más sombríos del asunto. Han confirmado que la noche anterior al celebrado sermón, el pastor le había dicho a su mujer que iba a una kesha, unas oraciones que hay en ciertas iglesias protestantes y que duran toda la noche. Todo apunta a que el pastor pasó la noche no precisamente en una iglesia, rodeado de fieles devotos en vela y sumergido en profunda oración, sino en los brazos de algún alma caritativa que le proporcionó el consuelo y solaz al que todo hijo de vecino aspira de vez en cuando.


Ya puestos, los periodistas, que como se saben van por ahí como buitres en busca de carroña, no han parado hasta que han dado con la identidad de la amante, que para rizar el rizo del morbo resulta que tiene marido e hijos.


El escándalo, como bien ven ustedes, no tiene desperdicio alguno; tiene todos los elementos de morbo, engaño y picaresca necesarios para una buena historia digna de los más celebrados programas de "periodismo de investigación" que pueblan las televisiones occidentales, muchísimo más avanzadas en estos trascendentales temas que sus hermanas africanas.


Hombre, es que con historias así de verídicas ¿quién necesita culebrones o reality shows?


Alberto Eisman
Jaén, 1966. Licenciado en Teología y máster en Políticas de Desarrollo. Ha sido director de país de Intermón Oxfam para Sudán donde se ha encargado de la coordinación de proyectos en Nairobi y Wau.

Del blog "Muzungu"

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