Hablaba yo con un adolescente próximo días antes de que concluyeran las vacaciones escolares sobre algunas tareas de verano que le habían mandado. Sensatamente, había decidido dejarlas para hacerlas de un tirón antes del comienzo del nuevo curso.
Me llamó la atención una, consistente en la lectura de un libro (perfecto), el análisis de su relación con el período histórico y cultural en el que se redactó (sin más pautas: bien sin más), la grabación de un vídeo explicativo de sus argumentos de una duración de entre tres y cinco minutos (laborioso, requeriría un guión y varias grabaciones a buen seguro: regular) y su remisión mediante el depósito en un canal privado de YouTube o en un repositorio en la nube al que debería accederse enlazando un código BIDI que debía enviar al docente encargado (bien). La que antaño hubiera sido una tarea consistente en una lectura pausada y la redacción de unos folios cuidados y bien articulados para entregar al comenzar las clases se ha convertido, por obra y gracia de la tecnología y las nuevas metodologías, en una tarea más amplia, variada y costosa. Una exquisitez, sin duda, pero abocada al exceso si no se cuida qué, cuándo y cómo se pide.
El adolescente, muy responsable y con más deberes a presentar, me lo contaba con una mirada algo triste y voz cansada: no es la primera vez. Me sentí incómodo. Y he estado unos días dándole vueltas a la breve conversación, comparando la situación del joven con la mía laboral como docente. Dejando aparte que a mí no me hubiera gustado que me chafen las vacaciones con cuestiones de trabajo, porque este alumno disfruta de un período de descanso sobradamente amplio y se ha organizado para que estas tareas le sirvan como calentamiento para el curso, coincido con él en su sensación de hastío. Entiendo como él que lo que se aprende debe mostrarse de formas competencialmente distintas. Comprendo que la tecnología ofrece posibilidades más amplias de expresión que las tradicionales, y él mucho más que yo. Pero ninguno entendemos la multiplicación de entregables similares salvo que pueda demostrarse que vertebran necesariamente los objetivos específicos de aprendizaje de las tareas encomendadas. No es este el caso.
Las exquisiteces se convierten en excesos por desmesura, reiteración o inutilidad.
- Desmesuradas son las tareas para cuya realización se requiere demasiado tiempo, en especial si no se rebajan las cargas de otras, u otros docentes requieren contemporáneamente actividades similares. La falta de coordinación y la consideración de que todo tiene que ser trabajado con la misma calidad son sus causas habituales.
- La reiteración se produce cuando no se toma en consideración de forma adecuada la interdisciplinariedad, o se evita pensar que saberes distintos requieren formas de trabajo diferentes y sistemas de evaluación alternativos. No hay que hacer todo de la misma forma aunque sea moderna y eficaz. El escriba sabio toma de lo antiguo y lo nuevo con medida y tino, adaptando qué hacer al fin pretendido y haciendo que prevalezca para un mismo objetivo el recurso más sencillo.
- Inútiles son aquellos recursos que no añaden valor a lo realizado. En educación, lo superfluo es enemigo del aprendizaje. Lo esencial, llámense principios, competencias básicas, procedimientos elementales o recursos habituales, debe ser el objeto fundamental de nuestro quehacer.
Soy un convencido de la utilidad de la tecnología en la educación. Y, por experiencia, sé que los excesos son propios de los inicios. Por mucho que la era digital haya llegado para quedarse (bien que así sea), por rápidos que sean los cambios y exponencialmente mayores las posibilidades, el ritmo de adaptación personal, profesional y docente es más lento, y nos lleva a errores. Debemos ser conscientes. Y poner remedio a los excesos, dejándonos de exquisiteces cuando sea lo lógico.
Mas, ¿quién le recuerda a los docentes que trabajan en entornos activos que pueden estarse excediendo? ¿Qué recursos comunicativos tienen nuestras escuelas para evaluar el impacto de su acción real sobre sus alumnos? ¿Qué voz formada tienen las familias y los alumnos para decir una palabra? Esta es una pregunta sobre la que debemos reflexionar. ¿Lo intentaremos? El uso digital fuera de la escuela suele hacerlo. Nosotros, ¿por qué no?
Saunier Ortíz
entreParéntesis
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