El Pontífice corre el peligro de acabar arrastrado por la parte más podrida de una Iglesia que vive una de sus grandes crisis seculares
El papa Francisco se encuentra a la vera de un abismo. La jerarquía conservadora de la Iglesia no le ha perdonado el que no haya querido ser Papa. Que haya preferido ser, como Pedro, simplemente, obispo de Roma. Se despojó de las insignias que los emperadores romanos le habían prestado a los Papas. Y cometió el pecado de querer volver al cristianismo de los orígenes. La curia quiere, y ya, un Papa de verdad.
El terremoto del gran escándalo de la pedofilia practicada con miles de menores por eclesiásticos, incluso de la alta jerarquía, que se llevaba ocultando vergonzosamente desde hace decenas de años, bajo la complicidad de la Iglesia oficial, ha acabado de explotar peligrosamente en las manos de Francisco. No sabemos aún hasta qué punto son creíbles las acusaciones que se le hacen de que conocía ese drama y no actuó con prontitud, pero han bastado para que quienes esperaban el momento para darle el golpe mortal, lo hayan aprovechado pidiendo su renuncia. Lo han cogido a contrapié.
Es curioso que la jerarquía conservadora solo haya pedido la renuncia de dos Papas de la era moderna. Lo hicieron los cardenales de la curia con Juan XXIII cuando anunció el Concilio Vaticano II. Quisieron deponerle por loco. Él acabó ganándoles la batalla. Hoy se intenta deponer a Francisco, justamente el más parecido al anciano Roncalli, considerado entonces más como un párroco que como Papa. Le faltaba la pompa hierática de su antecesor, el papa Pacelli.
A Francisco se le acusaba, ya antes de llegar el escándalo de los abusos sexuales, de querer resucitar la parte más revolucionaria del Vaticano II, de querer desburocratizar la Iglesia a partir de sus orígenes. Ahora se le intenta involucrar en uno de los casos más sucios de la conducta de tantos eclesiásticos. Necesitará ahora demostrar con hechos, ya que no bastan las simples condenas, que él estuvo y está de la parte de las víctimas.
Necesitará hacerlo con hechos. Ya no le bastarán las condenas verbales. Necesita entender para ello que la fuerza conservadora de la vieja curia puede ser más poderosa que su voluntad de remover los cimientos de la Iglesia. Tiene para ello que empezar a quebrar las piernas a esas estructuras con reformas concretas, empezando por la abolición del celibato obligatorio, la apertura a la mujer al poder de la Iglesia, así como a los laicos. Y hasta de deshacerse del viejo esquema rancio de la curia.
Tendrá que tener la fuerza, si fuera necesario, de convocar un nuevo concilio ya que la Iglesia acaba de cerrar un ciclo en este momento. Tan grave que Francisco, un Papa que llegó a suscitar esperanza e interés no solo en la Iglesia sino fuera de sus fronteras por su libertad de espíritu, corre el peligro de acabar arrastrado por la parte más podrida de una Iglesia que vive una de sus grandes crisis seculares.
El País
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