Hace un par de semanas atrás, en un programa televisivo, una periodista preguntó a Natalia Henríquez, de la Lista del Pueblo, cómo se veía tras ser elegida a la Convención Constitucional. Natalia, con humildad, contó su vértigo por habérsele dado el mayor de los poderes políticos. Sabiéndose parte de los 155, dijo: “Vamos a tener que hacer algo muy responsable con esto que está sucediendo para que suceda bien…”. Me conmovió. Su actitud es la de una intérprete de un país y no la de una vocera de la gente que la eligió ni la de su propia lista.
La vocería es un servicio muy respetable, nada fácil de desempeñar. Exige reproducir exactamente lo que la autoridad superior, sea personal o colectiva, le encargue. A los voceros se pide habilidad para entender el problema en cuestión y comunicarlo a otros con máxima fidelidad y convicción. El vocero debe defender a su representado a rajatabla. No debe movérsele un músculo si le preguntan algo como ser: “y usted qué piensa”.
Pienso que nuestros representantes en la Convención Constitucional debieran ser intérpretes y no voceros. Su misión es ser interpres populi y no hacer de niños de los mandados de ninguna de las listas del último plebiscito, de los partidos, de los empresarios o de las iglesias. De nada.
La actitud de Natalia hace de brújula. Ella se sabe intérprete del pueblo chileno en su conjunto, de ricos y pobres, de jóvenes y viejos, de mujeres y varones. Ella y los demás constituyentes son nuestros representantes, “nuestros”. En ellos, independientemente de su origen político o de sus causas, hemos puesta nuestra esperanza. Necesitamos que desempeñen su misión como auscultadores de un sentir y un pensar ciudadanos, de reclamaciones plurales, de tal modo que los capítulos, artículos e incisos del nuevo texto faciliten una convivencia nacional justa y pacífica.
El intérprete es un creador. Es un pequeño dios. Nadie le puede pedir cuentas de lo que solo puede realizar con suma libertad. Debe responder por su trabajo al país entero, pero del ejercicio por sí y ante sí de la facultad que se le ha dado para pensar, para dialogar, para informarse debidamente y para fundamentar. Nuestros representantes no debieran entrar a las dependencias de edificio del congreso mirando al suelo o hacia los lados, sino con la frente ligeramente en alto, pero no demasiado, no tanto como para creerse iluminados que no tengan que recurrir a la voz experta de los economistas, educadores, sociólogos, ingenieros, filósofos, los constitucionalistas y los demás científicos que se van a requerir. No importa que no conozcan la mayoría de los temas. Hoy, menos que nunca, alguien sabe de todo. Si nuestros representantes ignoran, que aprendan lo más que puedan. Pero la dignidad del cargo estriba en obedecer solo a su conciencia.
Este será el penúltimo paso. El último consistirá en que cada representante acepte el resultado del plebiscito de salida, aunque el texto de la nueva constitución no le guste mucho. La obediencia en conciencia le exigirá honrar las reglas del juego democrático. Pues lo que está en ciernes es la creación de una institucionalidad que exprese y custodie la toma de conciencia colectiva del país que queremos.
Jorge Costadoat sj
Cristo en Construcción
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