Los últimos treinta años (más o menos) se comprenden mejor dentro de los últimos cincuenta. Es decir, desde que perdimos la democracia hasta ahora que hacemos esfuerzos por sacar al país adelante por una vía democrática. El intento (sumando y restando) está siendo exitoso. En cien años más, probablemente, afinaremos nuestras explicaciones históricas.
El golpe acabó con la democracia. Por supuesto que su comprensión exige remontarse más atrás de 1973. Se trata del desgarro de la convivencia entre los chilenos más grave en casi quinientos años. Suspendamos la búsqueda de sus causas por el momento. Concentrémonos, en cambio, en valorar el lugar de llegada. A esta altura puede decirse que en 2023, desde un punto de vista político, está por ser superada aquella crisis, y también esta otra del 2019 que tiene mucho de hija suya, todo de un modo democrático.
Pero hay razones para preocuparse. Miremos el problema en el contexto geopolítico. ¿Qué se ve? Tal vez el modelo de las democracias occidentales a China le sea como una piedra en el zapato. ¿Pudiera quizás querer sacársela? En el continente americano los ciudadanos han elegido a Trump y a Bolsonaro e, independientemente de estos peligrosos personajes, otras democracias de nuestra región están en vilo. Human Rights Watch llama la atención sobre un deterioro de las democracias latinoamericanas en 2022.
Sin duda, los gobiernos del resto del mundo experimentan las presiones que nos apremian a nosotros. Pensemos solo en la globalización que aprieta cada vez más la convivencia entre las naciones; en la incidencia de la corrupción y el narcotráfico que nos están comiendo de a poco; en los movimientos migratorios, en los desplazamientos internos y en los refugiados políticos, problemas que no se solucionan por la fuerza; en reivindicaciones culturales muy justas, como las del feminismo; en la crisis ecológica y socioambiental.
Estos fenómenos afectan a las naciones por parejo. Además, hay algunos asuntos que complican a Chile en particular. Nombro dos –son varios más–. Una, la desigualdad económica y la segregación social. Otra, el trance constitucional en el que estamos. No quisiéramos que en el próximo plebiscito gane de nuevo el Rechazo. La frustración sería gigante. No habremos podido cambiar la Constitución del 80 que tiene al país atascado.
El ajuste constitucional que estamos haciendo, sin embargo, no es suficiente para fortalecer la democracia. Esta también tiene que ver con una cultura democrática. Si una nueva Constitución podrá ser un mejor macetero, es preciso además regar la planta. ¿Cómo?
Declaro mis intenciones: deseo que las nuevas generaciones aprendan a valorar la democracia. Esta es más que un modo de gobierno. Es la punta del iceberg de una versión de humanidad que honra la dignidad del ser humano. La cultura democrática, antes que un voto en la urna, es una especie de conversación entre personas que apuestan a que es posible discutir, alzar la voz a veces y a la larga llegar a acuerdos. Lo hemos visto estos últimos meses. Los políticos siguen logrando acuerdos democráticos.
Vuelvo al principio. No: los últimos treinta años son insuficientes para juzgar qué pasos políticos daremos. Prescindir de los años que llevaron a las fuerzas democráticas a recuperar la posibilidad de gobernar, es una actitud adolescente que puede costarle caro a la misma generación que hoy toma las decisiones. La adolescencia en sí es buena, es necesaria para afrontar el futuro con riesgo y garra. Pero por algo la vida tiene más etapas. Los mayores ven más lejos porque ven para atrás. Aunque, en estos momentos, pueden dejar caer a las generaciones más jóvenes, aceptando ofrecimientos de beneficios de corto plazo.
El futuro de la democracia en Chile requiere, en primer lugar, amor por un tipo de civilización. Y, segundo, que la experiencia y la inexperiencia hagan una alianza.
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