La comunidad cristiana tiene su mundo propio, lleno de relatos, memorias e imágenes que influyen poderosamente en nuestras oraciones, pero que no están documentadas como exigen los historiadores.
El Libro del Génesis se puede comparar a los relatos que guardan los aborígenes australianos, llenos de parábolas sobre la creación del mundo y sus primeros años, que contienen profundas realidades sobre nuestra condición humana, pero que no se apoyan en las cuidadosas investigaciones de los paleontólogos.
Aquellos que han sido criados en la fe, encuentran calidez en ciertas prácticas e imágenes que no son teológicas: encienden velas; tienen Santos favoritos; se emocionan con las Novenas, el Camino de Santiago, las fiestas y procesiones; todas ellas alimentan su sentido de trascendencia, de otro mundo que cruza nuestra existencia.
Justo porque los eruditos no pueden citar capítulos y versos para probar su autenticidad, no vamos a dejar de creer en la Virgen de Guadalupe, en Nuestra Señora de Lourdes, en las imágenes del Padre Pío, o en la ayuda de San Judas para los casos sin esperanza, o en la ayuda de San Antonio para encontrar lo que se nos ha perdido.
Estos son los tesoros de nuestro mundo propio.
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