1.- Con pinceladas maestras el Hijo de Dios nos deja un retrato de su Padre y nuestro Padre Dios. A esta parábola se la ha llamado siempre la del Hijo Pródigo, del hijo derrochador, cuando en realidad habría que llamarla del Padre Pródigo, del Padre derrochador de cariño, de bondad, de delicadeza en el amor.
Y lo primero que derrocha el Padre bueno es la herencia que el hijo le pide sin tener derecho aún a ella. Pero el Padre no quiere mantener en casa un hijo sujeto por una cadena de monedas de oro, si no le sujeta el amor.
Y el hijo se fue y tras él se fue el corazón del Padre, porque si el hijo no tiene cariño, el Padre si le tiene un cariño infinito que no reparte a trozos con el otro hermano, sino que le da todo a cada uno porque lo infinito no se puede repartir.
Y ese amor que corre tras el hijo no se avergüenza de entrar con él en los más infames lugares donde se gastó la herencia. Ni cuando ya no le quedaba nada, tampoco se avergonzó de estar junto a él en aquella pocilga de los cerdos, porque en los peores momentos de nuestra vida, allí, junto a nosotros --puesta su mano cariñosa sobre nuestro hombro, como tratándonos de apartarnos del mal—está siempre nuestro Padre Dios. No se avergüenza del sitio en que estamos. Y mucho menos de nosotros, porque es nuestro Padre. Y somos sus hijos.
2.- Y el hijo se rindió, no por amor, sino por hambre. Pero al fin se rindió. Y regresa, harapiento, descalzo, sucio y maloliente, físicamente derrotado, más como leproso, que como hijo del Señor y Dueño de todas esas tierras por donde pasa…
Y aquel ser abyecto y sucio, sólo el corazón del Padre Dios puede reconocer al hijo querido. Y arrastrado por el corazón, en contra de toda lógica, vuelve a mostrarse Padre Pródigo derrotando toda su dignidad de Dios infinitamente justo. Y corre al encuentro, protege al hijo entre sus brazos y lo besa sin dar oídos a explicaciones, y mucho menos pidiéndola. Se despojó de su rango por amor.
Y manda que quiten los harapos al hijo y le vistan de gloria. Y que en sus sucios pies pongan sandalias. Y en su renegrido dedo el anillo de hijo. ¿No os recuerda esta escena aquella otra de. “Hoy estarás conmigo en el paraíso…? que diría después al ladrón
Y comenzó la fiesta por el hijo perdido y hallado, por la oveja perdida, por la dracma encontrada.
3.- Pero hay otro hijo, el mayor, el que en el reparto de la herencia se lleva dos tercios de todo lo de su padre, el que viviendo con el Padre ni le conoce, ni le perdona que sea bueno.
No quiere entrar en la casa. Y vuelve el Padre bueno a despojarse de rango y su dignidad y sale a convencerle. Y el hijo mezquino suelta por su boca lo que hace años lleva reprimido… que ha trabajado como un esclavo (esa es la traducción correcta), que ha cumplido todos los mandamientos y que nunca recibió de su padre, no un ternero cebón, ni siquiera un cabrito.
-- Cuando no hay amor echamos de menos las cosas más bajas, llevamos contabilidad de nuestros deberes cumplidos y le pasamos factura a Dios, porque no nos basta estar con Él.
-- Nuestro Padre Dios se contenta con “siempre has estado conmigo”, que se podría interpretar: “para mi tenerte junto a mi ya era suficiente, todo lo mío es tuyo, nunca mejor dicho porque los dos tercios son del hijo.
--¿Y qué quiere el Padre Dios? ¿Qué es lo que tú me echas en cara como hijo mío? Es tu hermano y te necesita ahora más que nunca porque vuelve derrotado y medio muerto. ¿Entró el hijo mayor?, no lo sabemos
--Aquí se trunca la historia de nuestro pobre Padre Dios que tenía dos hijos, un Dios que es sobre todo Padre el que fallamos sus hijos, un Dios que no es “como” un padre, sino que no tiene otro oficio que ser Padre, se dedica a ser Padre, que no puede ser más que Padre. ¿Le sabremos perdonar a Dios que sea Padre bueno?
José María Maruri, SJ
Fuente: Betania
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