A menudo solemos caer en la tentación de vivirnos desde una lógica de rentabilidad en la que el imperativo más urgente es la ganancia, donde la máxima que parece guiar nuestro proceder es time is money (el tiempo es dinero) y dejamos de lado el detenernos ante los pequeños detalles que le dan el buen sabor a nuestra vida. Olvidamos que vivimos entre personas absolutas en sí mismas y caemos en la trampa de ver a los otros como meros medios que nos ayudan o nos estorban para lograr un fin determinado o, lo que es peor, los vemos como fríos números que suman o restan en términos de pérdida o ganancia monetaria.
Nos decimos cristianos y con nuestro síndrome de salvadores del mundo pasamos la vida atropellando a los demás. Incapaces de detenernos a escuchar, vamos a toda prisa en una carrera sin fin. Nuestro ceño fruncido parece imponerse ante una tierna sonrisa. Nuestra mirada opacada suele ver a todos como objetos y deja de asombrarse ante la belleza. Nuestros oídos parecen escuchar sólo las manecillas de un tirano reloj que avanza frenético y olvidamos escuchar los sonidos de la realidad. ¿En qué momento hemos olvidado a aquel Jesús de Nazaret, pobre hasta de tiempo, que sabía detenerse ante las necesidades de los demás? Ese Jesús que no se acelera en medio de las urgencias de Jairo, el jefe de la sinagoga, ni pierde su centro ante las multitudes que lo avasallan. Si contemplamos bien a Jesús, podemos caer en cuenta que sabe detenerse ante aquella mujer con flujo de sangre necesitada de consuelo, que con tanta fe había tocado su manto (Mc 5, 21-43).
En Fratelli Tutti el papa Francisco nos insta una vez más a recuperar uno de los signos más elocuentes del cristiano: la amabilidad. Nos recuerda que todavía es posible cultivarla, si es que la hemos desterrado de nuestra vida. Rehabilitar la amabilidad nos libera del cruel verdugo que muchas veces llevamos dentro y nos convierte en estrellas que dan luz y hacen la vida más agradable a los hermanos en medio de la oscuridad de una existencia acelerada e individualista. Un cristiano amable es aquel que se ha sentido amado incondicionalmente, que ha contemplado que el actuar de Dios en el mundo es lento y constante, un cristiano que ha percibido la presencia de su Señor en la suave brisa de la mañana o en la voz silenciosa que le reanima en medio de la fatiga del trabajo. Un cristiano amable es aquel que sabe anteponer sus propias necesidades y urgencias egoístas para buscar el bien común; es un hombre y una mujer que sabe tratar a los demás, que es cuidadoso con sus palabras y gestos para no herir a los demás, está presto y diligente para aliviar el peso o el sufrimiento de otros. Como dice el papa Francisco en el número 223 de la misma encíclica: «la amabilidad expresa un estado de ánimo que no es áspero, rudo, duro, sino afable, suave, que sostiene y conforta». La amabilidad es un don de Dios que se aprende del corazón manso y humilde de Cristo y, como todo don, hay que pedirlo y también cultivarlo para rehabilitarlo.
Genaro Ávila-Valencia sj
pastoralsj
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