Querido amigo/a:
«Todo tiene su tiempo: tiempo de llorar, tiempo de reír»: es la sentencia del Eclesiastés que tantas veces habremos recordado. En su primera parte, la del desconsuelo y llanto, la habremos vivido al sufrir la pérdida de seres queridos. Hay, sí, un tiempo de aflicción, y no está bien rehuirlo. No es un modelo el joven que se negó a acudir al entierro de su abuelo porque –decía él– «no soy un fanático de los cementerios». De acuerdo en no ser fanáticos ni necrófilos, pero hacer duelo ahonda nuestra humanidad, es un signo del amor y un modo de dar cauce al pesar por la pérdida sufrida.
Hay también un tiempo de alegrarse, de estar más contento que unas pascuas. Es otra expresión del amor: se ha recobrado a la persona querida, la tenemos de nuevo con nosotros. No riman con la Pascua las caras tristes. El Señor nos tendría que interpelar como a María Magdalena: «Mujer, ¿por qué lloras?». Se han de cumplir más bien estos versos: «Hoy la cristiandad se quita / sus vestiduras de duelo». Ese “hoy” no quiere ser efímero, tener las horas contadas; es el “hoy” que se repite en el “Acuérdate, Señor” de toda la octava de Pascua. Ese hoy quiere ayudar a vivir bien el duelo: tal es quizá uno de los motivos por los que los anuncios de la pasión y muerte de Jesús acaban siempre con el anuncio de su resurrección. Se hace así para que no vivamos sin noticias de esperanza, para que sepamos quitarnos en su momento las vestiduras de duelo.
A una religiosa que trabajaba en África le llegó la noticia de la muerte de su madre. Ella se lo comunicó a las mujeres del poblado, que la acompañaron tres días enteros en el llanto y la oración. Tiempo después una de ellas la vio apesadumbrada y le preguntó por la causa. Respondió que estaba recordando a su madre. Esta fue la réplica de la interlocutora: “¿Por qué seguir triste? ¿Es que no hemos llorado ya todas las lágrimas?”. Vivir el duelo, sí, y muy a fondo; pero no quedar atrapados por él, como le pasaba a María Magdalena, que se había quedado aprisionada por el Viernes Santo cuando ya había amanecido la luz pascual. El encuentro con Jesús le hizo poner el reloj biográfico en hora con el Domingo, el Día del Señor.
Ciudad Redonda
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