En el transcurso de la “Misa del Espíritu Santo”, concelebrada hoy viernes por la mañana por todos los electores, el presidente de la celebración eucarística, el P. James Grummer -en ese momento Vicario General de la Compañía de Jesús- ha pronunciado la homilía. Ha subrayado que el mismo San Ignacio no se había prodigado en escribir sobre el Espíritu Santo, pero que, en los Ejercicios espirituales, había hecho referencia al texto del evangelio que se acababa de proclamar: Jesús quien, después de la Pascua, se había aparecido a sus discípulos reunidos en la habitación del piso de arriba, en el Cenáculo, muertos de miedo. El Señor se aparece a los suyos con un mensaje de paz y les da el Espíritu Santo. El predicador interpreta así dicho pasaje: “Se puede constatar que el movimiento que propone Ignacio es bastante simple: un itinerario del miedo a la alegría y del don recibido a la misión, un itinerario que se propone a cada jesuita y a cada Congregación General”.
Sí, uno puede tener buenas razones para tener miedo: los desafíos del mundo actual son numerosos e inmensos. Sin embargo, los miedos son tan inútiles como numerosos. Lo que cuenta, sobre todo, es la alegría que acompaña a toda experiencia del Cristo resucitado que quita los miedos. Lo hemos experimentado tantas veces…
La alegría no es, con todo, sino uno de los dones recibidos de Cristo resucitado. Los miembros de la Congregación General, como subrayaba el P. Grummer, también han recibido el don de identificar la acción del Espíritu en la Compañía de Jesús, en la Iglesia y en el mundo. Han podido profundizar su aprecio del don de la pertenencia a un grupo comprometido bajo el estandarte de la Cruz. Ese don nos llama a ponernos generosamente al servicio de aquel que nos lo ha dado, aquel cuyo propósito es llevar la salud y la bendición a un mundo herido.
La homilía también subrayaba el vínculo entre nuestra experiencia y el Jubileo de la Misericordia. Los jesuitas tienen el deber de colaborar con el Señor que sale al encuentro de la oveja perdida, que no se cansa nunca de acoger al hijo pródigo.
Sobre la tarea que esperaba a los electores después de la misa, el P. Grummer precisaba: “Nuestra misión esta mañana consiste en elegir un General. Nos encerraremos en una habitación en el piso de arriba, precisamente para escuchar los susurros del Espíritu Santo. No tenemos miedo, puesto que creemos firmemente que el Espíritu guía la elección. (…) Podemos confiar en que Jesús nos dará su Espíritu, por más encerrados que podamos sentirnos”.
Homilía completa
San Ignacio casi no dejó nada escrito sobre el Espíritu Santo, si exceptuamos sus
apuntes personales durante la deliberación sobre la pobreza. Después de todo quizá le movía
la prudencia, si tenemos en cuenta que no faltaban entre sus contemporáneos quienes
pensaban que su modo de hablar y de actuar respiraba el aire de los alumbrados. Lo
recuerdan bien de las clases de historia que recibieron en el noviciado: eran aquellos herejes
iluminados que pretendían poseer canales directos para comunicarse con el Espíritu Santo y
recibir revelaciones directas de su parte. Juzgando por las apariencias, San Ignacio, a tenor de
lo que él mismo escribe en esa fecha al rey de Portugal, había sido indagado por varios
Inquisidores en al menos 8 procesos y había pasado 64 días en prisión, por sospecha de
herejía, antes del año 1545.
Precisamente por ser tan escasas las referencias que hace Ignacio en sus escritos al
Espíritu Santo, las pocas citas que encontramos resultan de mayor valor. En los Ejercicios
Espirituales se refiere directamente al Espíritu Santo seis veces, y cinco de ellas son citas de
la Sagrada Escritura que aparecen en los puntos que se añaden al final como ayuda para
meditar los misterios de la vida de Cristo nuestro Señor. Uno de estos pasajes ofrece puntos
para orar sobre el pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar. Permítanme citarles esta
mañana el número [304], porque en los tres puntos que propone Ignacio podemos encontrar
una poderosa lente de aumento para contemplar al Espíritu Santo, cuya ayuda imploramos en
esta Eucaristía.
(1) “los discípulos estaban congregados, por miedo a los judíos”, (2) “se les
aparesció Jesús estando las puertas cerradas, y estando en medio dellos dice: ‘Paz con
vosotros’”, y (3) “les da el Spíritu Sancto diciéndoles: ‘Recebid el Spíritu Sancto; a aquellos
que perdonáredes los peccados, les serán perdonados’”.
Se puede ver que el movimiento que propone Ignacio en estos tres puntos es bien
simple: es el itinerario que va del miedo a la alegría, de don a la misión. El itinerario propio
de todo jesuita en cualquier Congregación General.
Se puede decir que un cierto miedo traspasa lo que vamos a hacer hoy y en los
próximos días. Quizá nos aterra la amenaza de pasarnos el resto de nuestras vidas reunidos en
pequeños grupos de discusión o sentados en el aula con nuestros auriculares. Puede ser que
los abrumadores desafíos descritos en el informe De Statu nos hayan llenado de miedo – los
problemas del corazón de cada persona humana, los de la Compañía de Jesús, los de la Iglesia
y del mundo de hoy, pueden atemorizarnos. Quizá nos da miedo pedir a uno de los que nos
sentamos juntos en el aula que tome sobre sí el cargo de General en representación de los
demás, o puede sucederme personalmente que sienta miedo de lo que el nuevo General vaya
a decidir sobre mi nuevo destino.
Pero nuestros miedos son tantos como inútiles. Más importante es la alegría que
acompaña a toda experiencia del Señor Resucitado, capaz de disipar cualquier miedo que
podamos sentir. Cuántas veces, en la vida y en el trabajo, hemos experimentado al Señor
Resucitado con sus manos heridas y su costado abierto, en el menor de nuestros hermanos y
hermanas, en el espíritu quebrantado de nuestros amigos y compañeros en el Señor. La
semana pasada hemos tenido ocasión de tener una gozosa experiencia del Señor Crucificado y Resucitado, unos a través de otros, al reflexionar y orar juntos, y al encontrarnos con
antiguos amigos o hacer amigos nuevos en el Señor. A pesar de nuestros miedos, o quizá
precisamente por ellos, Jesús sabe llenarnos de alegría.
Pero el gozo es solo uno de los dones que recibimos del Señor Resucitado. La
semana pasada hemos recibido el gran regalo de reconocer la acción del Espíritu en la
Compañía, en la Iglesia y en el mundo, en cada corazón humano. Hemos hecho más profundo
nuestro aprecio del don que supone la pertenencia a un grupo entregado a luchar bajo el
estandarte de la Cruz. La Contemplación para alcanzar amor nos pide que pensemos en tanto
bien recibido, para ponerlo luego al servicio de Aquel que nos lo entrega con el deseo de
sanar y bendecir este mundo caído. ¡Un bien que fluye constante como las fuentes de la Plaza
de San Pedro!
Como si no bastasen los dones de la creación, la redención y la santificación, el
Evangelio nos habla del gran don del Espíritu Santo y del don de la reconciliación, de
especial sentido para una orden religiosa sacerdotal como la nuestra. Estemos o no
ordenados, por el bautismo y la profesión religiosa somos agentes del Dios de la
Misericordia, “preparados para reconciliar a los desavenidos”, como leemos en la Fórmula
del Instituto. En este Año de la Misericordia, el Evangelio que acabamos de leer cobra
especial relieve al recordarnos nuestro deber de colaborar con el Dios que sale en búsqueda
de la oveja perdida; que barre hasta el último rincón de la casa para encontrar la moneda
oculta; que no cesa jamás de calzar con sandalias nuestros pies, de cubrir con ropa nuestra
espalda, de colocar un anillo en nuestro mano.
Nuestra misión esta mañana es elegir un General. Nos encerraremos en la habitación
de arriba, no por miedo, sino para escuchar atentamente el rumor del Espíritu. No tenemos
miedo, porque creemos con tanta fuerza que el Espíritu guía la elección que, según la
Fórmula, “el elegido no puede rechazar la elección”. Nuestra misión consiste en escuchar
atentamente, pero a la vez en confiar en que, aun en el caso de que yo necesite baterías para
mi audífono espiritual, puedo estar tranquilo, porque el Espíritu sabrá encontrar, a través de
este grupo de hermanos, el hombre que ha elegido. Confiemos en que Jesús nos va a dar su
Espíritu, por más bloqueados que nos sintamos.
En realidad tengo serias dudas de que haya sido la prudencia la que haya impedido a
Ignacio referirse al Espíritu Santo. La Inquisición jamás le intimidó, y se sentía lleno de
consolación en lo que llamaríamos Tercera Semana. Escribiendo al rey de Portugal sobre los
procesos de la Inquisición, decía: “por cuanta potencia y riquezas temporales hay debajo del
cielo, yo no quisiera que todo lo dicho no fuera pasado por mí, con deseo que mucho más
delante pasara, a mayor gloria de su divina Magestad”.
Pienso que Ignacio habló tan escasamente del Espíritu Santo en su deseo de que las
palabras no fuesen a distraer a los que estaban en dudas, o a los Inquisidores, de la actuación
del Espíritu. De experimentar el gozo, los dones, o la misión del Espíritu Santo. El silencio de
Ignacio hace espacio a la contemplación de la actuación del Espíritu. Que al celebrar esta
mañana la Eucaristía en este altar, el Espíritu llene nuestro silencio con el gozo y los dones
necesarios para afrontar nuestra misión en el día de hoy, que es elegir al que el Señor ha
elegido.
P. James E. Grummer SJ
14/10/16