Mt 5, 38-48
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DE LA LEY DEL TALIÓN AL AMOR AL ENEMIGO
En este domingo, continuamos con la lectura de las “antítesis”, que habíamos iniciado la semana anterior.
4ª. ¿Ojo por ojo? En su momento, la conocida como “ley del Talión” supuso un avance en la regulación moral del comportamiento humano, al limitarse la venganza a una acción que fuera “proporcionada” a la ofensa recibida.
Ese logro, que se atribuye a Hamurabi de Babilonia (1792-1750 a.C.), es recogido expresamente en el Libro del Levítico (24,19-20) de esta manera: “Si alguno causa una lesión a su prójimo, como él hizo así se le hará: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; se le hará la misma lesión que él haya causado a otro”.
Hoy, sin embargo, a pesar de que nuestros comportamientos sigan guiándose, en la práctica, por aquella misma ley, y a veces “nos pida el cuerpo” medir al otro con la misma vara que él ha usado, notamos reservas a la misma.
Dentro del propio proceso evolutivo, parece que, aun con muchos altibajos y retrocesos, se está produciendo la emergencia de una conciencia más “global” o universal, a la que le repugna el enunciado mismo de la ley del Talión. De hecho, de aplicarse el principio del “ojo por ojo”, no sería extraño que todos acabáramos ciegos.
Las reservas a esa ley nacen, a mi modo de ver, de una doble constatación, que podemos encontrar en todos los maestros espirituales y que se manifiestan patentemente en el mensaje de Jesús: el reconocimiento de nuestra unidad básica común –que hace que el perdón sea infinitamente más humano que la venganza- y la constatación de que el mal nace siempre de la ignorancia o inconsciencia.
Como decía, el mensaje de Jesús en este punto –en estas dos últimas antítesis- es admirable y toca las cimas de la más noble aspiración humana. Por más que nos resulte utópico y difícil de alcanzar, algo en nuestro interior nos dice que es verdadero. Al escucharlo, nuestro corazón se expande, como abriéndose a dimensiones nuevas, desconocidas pero añoradas.
Las resistencias al mismo nacen del yo que, ante su incapacidad radical para vivirlo, tiende a desecharlo como algo imposible. Y es así: quien aquí habla, lo hace desde “otro lugar” que no es el yo. Se está expresando desde la Conciencia unitaria, que ve a cualquier otro como “no separado” de sí mismo, por lo que trata al otro como se trataría a sí mismo.
El comportamiento que propone Jesús no tiene nada que ver con principios morales ni con esfuerzos voluntaristas, sino con la comprensión de lo que somos. Por eso, no hay lugar tampoco para el orgullo o la autosuficiencia, ni para la idea del mérito. Se hace porque se ha visto.
El yo no puede hacer nada sin esperar un beneficio, porque su objetivo “natural” es alimentarse a sí mismo. La conciencia unitaria ofrece otra visión radicalmente diferente, de la que nace un comportamiento nuevo.
Situados en ella, somos capaces también de comprender que el mal es producido por la ignorancia. Como dice Eckhart Tolle, “en el planeta, sólo hay un perpetrador de maldad: la inconsciencia humana”. Según Lucas, Jesús mismo murió diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34). Y cuando una persona hace sólo lo que puede, porque “no ve” más, ¿cómo no perdonarla?
El mensaje de Jesús parece dar por supuesto que uno mismo responde bien a las exigencias del otro porque no se siente “agraviado”. Pero, para no sentirse agraviado, es necesario no estar identificado con el yo. ¡Al yo, por el contrario, le encanta sentirse ofendido, porque ese sentimiento fortalece intensamente la sensación de su propia identidad! Pocas cosas alimentan tanto al yo como el agravio, la queja y el resentimiento…; si acaso, el elogio. Por eso se ha dicho que, si quieres ver en acción el ego de una persona, sólo hay que adularla o criticarla.
Cuentan que un hombre llegó a la conclusión de que vivía muy condicionado tanto por los halagos como por la aceptación de los demás, como por sus críticas o rechazos. Dispuesto a afrontar la situación, visitó a un sabio. Este, oída la situación, le dijo:
- Vas a hacer, sin formular preguntas, exactamente lo que te ordene. Ahora mismo irás al cementerio y pasarás varias horas vertiendo halagos a los muertos; después vuelve.
El hombre obedeció y marchó al cementerio, donde llevó a cabo lo ordenado. Cuando regresó, el sabio le preguntó:
- ¿Qué te han contestado los muertos?
- Nada, señor; ¿cómo van a responder si están muertos?
- Pues ahora regresarás al cementerio de nuevo e insultarás gravemente a los muertos durante horas.
Completada la orden, volvió ante el sabio, que lo interrogó:
- ¿Qué te han contestado los muertos ahora?
- Tampoco ha contestado en esta ocasión; ¿cómo podrían hacerlo?, ¡están muertos!
- Como esos muertos has de ser tú. Si no hay nadie que reciba los halagos o los insultos, ¿cómo podrían éstos afectarte?
5ª. ¿Amar sólo al amigo? Para empezar, es necesario aclarar que el Antiguo Testamento no ordenaba “aborrecer al enemigo”. Quizás se trate de un semitismo, cuyo significado sería: “no estás obligado a amar a tu enemigo”.
Jesús, situado en la conciencia unitaria en la que se vivía, invita una vez más a mirar desde ella. Y lo que se ve desde ella es que no existen “enemigos”. La unidad radical –la raíz es el “Padre”- me hace ver a todos tal como Dios los ve.
Durante mucho tiempo se enseñó –en una de tantas proyecciones humanas sobre la divinidad- que “Dios premia a los buenos y castiga a los malos”. Jesús dice exactamente lo contrario: Dios es bueno siempre con todos. Pero quien ha hecho un Dios vengativo, está justificando su propia venganza.
Mirar como Dios mira significa situarnos más allá del yo separador, en una perspectiva que trasciende la perspectiva egoica y nos conecta con la Unidad que somos. Y en esa no-dualidad, en ausencia del yo, nos “parecemos” al Padre.
Mateo, como buen judío, habla de ser “perfectos”. Lucas, con acierto, lo corregirá y dirá: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (6,36). Y tiene razón, porque a los humanos no se les puede pedir que sean “perfectos”; no sólo no está a su alcance, sino que esa demanda puede introducir en un perfeccionismo estéril y agotador.
Somos llamados a ser “completos”, aceptando toda nuestra verdad –así crecemos en unificación- y abriéndonos a la identidad que trasciende el yo –y así podemos vivir la misericordia o compasión-.
En estas “antítesis” –“se os ha dicho…, pero yo os digo…”- del Sermón de la montaña, se nos ponen delante cinco casos concretos que tienen que ver con la vida relacional y comunitaria: la reconciliación, la mirada limpia que no pretende poseer al otro, la veracidad y transparencia en el hablar, la no violencia (o mansedumbre bíblica) y el amor gratuito que incluye al “enemigo”.
En todos ellos podremos avanzar gracias a la comprensión de quienes somos, que nos lleva a desidentificarnos progresivamente de nuestro yo.
Enrique Martínez Lozano
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