Thursday, February 17, 2011

"Hay que aprender a recibir y olvidar el paternalismo"


Cristina Antolín, misionera en África, cirujana y ginecóloga
"El hoy no lo puedes cambiar, acéptalo y trabaja para cambiar el mañana"

Para la presentación de su nueva campaña de sensibilización para el desarrollo que se centra en la lucha contra la mortalidad infantil, la ONG Manos Unidas ha traído a una de esas personas -que ellos alientan y apoyan- sin las cuales el mundo sería un lugar peor. Desde hace 26 años Cristina Antolín ha ido incorporando especialidades a su saber para poder atender a los enfermos, empezó trabajando en un hospital de RD Congo a los 26 años como único médico. Ahora, en Camerún, además de ejercer la medicina en el hospital, acude a la selva, donde su congregación tiene once puestos de salud y opera sin esterilizadora, sin luz y con un material quirúrgico rudimentario, pero sigue salvando vidas. La entrevista Ima Sanchís en La Vanguardia.
Dígame qué la hace feliz.
Siendo niña vi una imagen de un hospital en África: "Quiero ser médico, me dije, pero también quiero ser misionera". Y ahí estoy.

Lo mismo trata un paludismo que opera unas cataratas... Atrevida, ¿no?
Cuando vengo de vacaciones aprendo nuevas especialidades, porque allí la necesidad obliga. He operado a niños siguiendo las instrucciones de un libro de medicina, pero si no lo hacía morían.

¿Y cuando sale mal?
Me he culpabilizado, pero lo que he aprendido en África es que tienes que fijarte en las cosas buenas que puedes hacer y has hecho si no quieres paralizarte.

¿Cómo fue el aterrizaje?
Era como un recién nacido, tuve que aprender hasta a hablar para poder entenderme. Escuchar y observar fue lo primero.

En un hospital con un único médico.
Sí, un congoleño que se moría de cáncer y que intentó transmitirme toda su sabiduría. Lo más importante para mí fue el "tú puedes" que constantemente me repetía.
¿Qué le hizo ir adquiriendo seguridad?
Otra frase que me han repetido los pacientes cuyas enfermedades crónicas o extremas nos han unido mucho: "A través de tu presencia veo a Dios", " a través de tus manos...", "a través de tus ojos...". Y me lo dicen incluso sin ser de la misma religión; algo reciben que es grande, y me gusta ser el mensajero.
Recogió usted a un muchacho.
Sí, en Camerún. Tenía 14 años, vino a verme con su hermano pequeño, que tenía una conjuntivitis aguda. Le dije que debía haber venido antes y me contestó que eran huérfanos y que había estado trabajando para juntar el dinero que costaba la consulta. No quise cobrarle, pero él se empeñó en pagar.

Y se le partió el alma.
Sí, le pagamos los estudios y ahora trabaja en el hospital. Me llama mamá. Cuando quiso casarse tuve que ir a hacer la petición de mano, preparar la dote y acudir a la mezquita el día de la boda.
¿Algún aprendizaje?
Libertad interior. Lo importante es la cercanía entre unos y otros, y el amor, más que la confesión concreta que tú tengas.

Los misioneros se alejan bastante de los dogmas de la Iglesia católica.
Encontramos problemas muy duros en el día a día que nos exigen dar una respuesta.
Dicen que duerme tumbada en el suelo junto a los pacientes.
Cuando la gente lo necesita me doy del todo. Si le da seguridad que le dé la mano toda la noche, se la doy. Eso me hace feliz.

Explíqueme momentos de estos 26 años que le hayan hecho evolucionar.
Durante la guerra del Congo los soldados atacaron nuestra comunidad; nos metieron a todas en una iglesia con otros misioneros mientras saqueaban nuestra casa. Lo terrible fue que la población acabó de arrasar con lo que quedaba. En el hospital ocurrió lo mismo, aparatos que yo había traído con muchísimo esfuerzo fueron destruidos.

Eso debió de doler mucho.
Sí, pero obtuve grandes lecciones, entendí que es más importante trabajar por ese intangible que es el amor que por conseguir aparatos. Me di cuenta de que quizás no habíamos vivido con la suficiente cercanía e igualdad con la población. Y, por supuesto, aprendí algo muy grande: que la vida la puedes perder en dos segundos.

¿Sintió su vida amenazada?
Sí, a la iglesia entraban soldados totalmente drogados pegando tiros para asustarnos. Uno me puso la bayoneta en el pecho, durante diez minutos me gritó y amenazó, quería 2.000 dólares que yo no tenía. No clavó la bayoneta, pero podía haberlo hecho. Así que supe que había vuelto a nacer.

¿Qué sentía?
Miedo, pero a la vez una fuerza interior que me hacía seguir de pie y buscar un momento en el que los soldados estuvieran distraídos para salir corriendo con toda mi comunidad y, perseguidas por los tiros, internarnos en la selva.
¿Nunca ha llegado a sentir odio?
Sentí rabia hacia esas personas que habíamos ayudado tanto y destrozaron aparatos de los que ya nadie se beneficiaría. Tuve que hacer un trabajo de reconciliación y decidí no rehacer la casa, adaptarme a la situación.

¿Cuál era la situación?
Nos habían robado el frigorífico y decidimos no comprar otro; nos habían roto la cocina y decidimos cocinar con carbón..., vivir como ellos. Y entonces ocurrió algo, las cosas nos llovían, venían con gallinas, con huevos, con plátanos... Durante tres meses no tuvimos que comprar nada.

¿Qué entendió?
Que habíamos tenido demasiados manojos de llaves y puertas cerradas. Al vivir como ellos se sintieron más cerca de nosotras y se volcaron. Es importante aprender a recibir y olvidar el paternalismo.

¿Cómo lleva la muerte de un paciente?
Mal, a veces no puedes ni calmarles el dolor, pero incluso entonces han agradecido mi presencia. La capacidad de aceptación, de, a pesar de vivir ese sufrimiento, no renegar, me parece inmensa.
¿Qué hace falta para estar satisfecho de uno mismo?
Realizar lo que llevas dentro y asumir lo que te ocurre. El hoy no lo puedes cambiar, acéptalo y trabaja para cambiar el mañana.
RD

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