Una vez más, y ya uno se cansa de contarlas, el Papa Francisco es foco mediático por anécdotas convertidas en categoría. Aunque es de reconocer que, esta vez, la tal anécdota ha sido llamativa: Francisco, visiblemente enfadado, da un manotazo en la mano a una mujer que le agarró del brazo con tanta fuerza que a poco le tira al suelo.
Televisiones, periódicos, radios y redes sociales por todo el mundo han recogido en sus crónicas lo ocurrido. Algunos medios de comunicación han exagerado la situación tachando de “bofetón” el manotazo del Papa; políticos como el ex ministro italiano Mateo Salvini han aprovechado para hacer mofa de él; en las redes se han podido leer calificativos como “Demonio” o aspavientos del tipo “el Papa odia a los católicos” … Nada nuevo en la era de la hipérbole.
Por supuesto que la reacción del Papa deja que desear. Incluso a los que vemos en Francisco a un referente – no solo por Papa, sino por su estilo concreto- nos ha podido llegar esa sensación de asombro, quizá con un punto de tristeza. A nadie le gusta ver este tipo de manifestaciones. Ni del Papa ni de nadie, en realidad. Huelga decir que las formas de la mujer no fueron las más delicadas, en cualquier caso.
Ahora bien, Francisco ha hecho algo que supone muchas menos páginas de diario, minutos de radio y televisión e hilos de tuiter: se ha disculpado. Todo un Papa – con lo que implica para los católicos esta figura. Incluyendo su mitificación en algún que otro sector eclesial- disculpándose casi nominalmente con esta mujer. Porque, sí, la vida es un poco esto: asumir que los referentes también se equivocan.
Una de las fases más traumáticas en la vida de un ser humano es el momento en que uno se da cuenta de que sus padres no son perfectos. Que tienen defectos, que se equivocan e, incluso, que a veces no son justos. A esto le solemos llamar adolescencia y lleva consigo numerosos pataleos, crisis familiares, noches sin dormir y algún que otro llanto o subida de tono. A lo mejor, este acto nos ayuda a muchos a entender que Francisco, como cualquier otro, es un ser humano. Un ser humano con una misión especialmente complicada (quizá incluso más complicada que alguno de sus predecesores). Un ser humano cuyas formas han de ser especialmente cuidadas, pero que eso no supone la perfección moral.
Y no pasa nada. Porque Francisco, además de líder, es símbolo. Y, si me lo permiten, un líder y un símbolo muy realista de lo que es la Iglesia: una institución de personas con el horizonte bien largo y los pies de barro. Gente que habla abiertamente de la caridad y la ternura y tiene sus días buenos y malos, grises y de color. Pero siempre dispuesta a la disculpa tras el examen.
En el mejor de los casos, esta anécdota, como la adolescencia, nos lleva de la mano a la edad (y a la fe) adulta. En la que los símbolos y los referentes importan y duelen cuando fallan e impulsan cuando rectifican.
Lo que importa de los referentes es lo que se puede aprender de ellos. Lo que importa de los símbolos no es lo que son, sino lo que señalan.
Televisiones, periódicos, radios y redes sociales por todo el mundo han recogido en sus crónicas lo ocurrido. Algunos medios de comunicación han exagerado la situación tachando de “bofetón” el manotazo del Papa; políticos como el ex ministro italiano Mateo Salvini han aprovechado para hacer mofa de él; en las redes se han podido leer calificativos como “Demonio” o aspavientos del tipo “el Papa odia a los católicos” … Nada nuevo en la era de la hipérbole.
Por supuesto que la reacción del Papa deja que desear. Incluso a los que vemos en Francisco a un referente – no solo por Papa, sino por su estilo concreto- nos ha podido llegar esa sensación de asombro, quizá con un punto de tristeza. A nadie le gusta ver este tipo de manifestaciones. Ni del Papa ni de nadie, en realidad. Huelga decir que las formas de la mujer no fueron las más delicadas, en cualquier caso.
Ahora bien, Francisco ha hecho algo que supone muchas menos páginas de diario, minutos de radio y televisión e hilos de tuiter: se ha disculpado. Todo un Papa – con lo que implica para los católicos esta figura. Incluyendo su mitificación en algún que otro sector eclesial- disculpándose casi nominalmente con esta mujer. Porque, sí, la vida es un poco esto: asumir que los referentes también se equivocan.
Una de las fases más traumáticas en la vida de un ser humano es el momento en que uno se da cuenta de que sus padres no son perfectos. Que tienen defectos, que se equivocan e, incluso, que a veces no son justos. A esto le solemos llamar adolescencia y lleva consigo numerosos pataleos, crisis familiares, noches sin dormir y algún que otro llanto o subida de tono. A lo mejor, este acto nos ayuda a muchos a entender que Francisco, como cualquier otro, es un ser humano. Un ser humano con una misión especialmente complicada (quizá incluso más complicada que alguno de sus predecesores). Un ser humano cuyas formas han de ser especialmente cuidadas, pero que eso no supone la perfección moral.
Y no pasa nada. Porque Francisco, además de líder, es símbolo. Y, si me lo permiten, un líder y un símbolo muy realista de lo que es la Iglesia: una institución de personas con el horizonte bien largo y los pies de barro. Gente que habla abiertamente de la caridad y la ternura y tiene sus días buenos y malos, grises y de color. Pero siempre dispuesta a la disculpa tras el examen.
En el mejor de los casos, esta anécdota, como la adolescencia, nos lleva de la mano a la edad (y a la fe) adulta. En la que los símbolos y los referentes importan y duelen cuando fallan e impulsan cuando rectifican.
Lo que importa de los referentes es lo que se puede aprender de ellos. Lo que importa de los símbolos no es lo que son, sino lo que señalan.
Pablo Martín Ibáñez
pastoralsj
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