San Francisco Javier es, quizás, uno de los santos jesuitas más conocidos y carismáticos de la historia. Esto se debe a que en su vida encontramos a un joven normal, con una sensibilidad muy aguda, perspicaz, audaz, con grandes deseos de amar y ser amado y con una pasión desbordante por la que se sentía impulsado, como la mayoría de los jóvenes, a devorar el mundo entero. Después de varios desencuentros, muchos intentos y abundante paciencia, fue la gracia de Dios la que tocó su corazón por medio de los Ejercicios Espirituales, ayudado por el invaluable acompañamiento de un sabio Ignacio de Loyola, conocedor sagaz de la naturaleza humana, de las fragilidades que nos acompañan y las posibilidades a las que Dios nos llama.
Podríamos afirmar que los Ejercicios Espirituales fueron para san Francisco Javier la escuela de los afectos, donde su sensibilidad quedó tocada y evangelizada por el modo de ser de Jesús de Nazaret, pobre y humilde. En largos ratos de contemplación de la vida de Jesús pudo encontrar un modo de ser y de proceder para su propia vida, una brújula, un faro de luz y una guía segura que le ayudara a dar orden y concierto a sus desparramados deseos. En el silencio de la oración pudo encauzar todo su ser y orientar sus ambiciones para un fin más grande que todo fin antes conocido e imaginado: ¡la mayor gloria de Dios y el servicio a los demás!
En un Francisco Javier maduro, podemos encontrar un amor profundo por Jesucristo, su único Rey Eternal, su único principio, medio, fin y fundamento de toda su vida. Así, madurado por una intensa vida interior y una infatigable labor misionera, puede exclamar con sorprendente hondura: «¡Sí, Redentor mío, que se cumplan, antes que nada y por encima de todas las cosas, tus perfectísimos designios y así, sólo así, se te dará la mayor gloria en esta tierra y por toda la eternidad!» En la vida de nuestro santo jesuita contemplamos que nada de nuestra humanidad queda fuera del abrazo del Señor: cada lágrima, cada sonrisa, todos nuestros planes, nuestros aparentes fracasos, nuestros sueños, deseos y anhelos encuentran en Jesús un lugar seguro, puesto que en Él tenemos puesta toda nuestra esperanza y nuestro corazón y no seremos nunca defraudados. Nuestro intensamente apasionado Francisco Javier, ayudado por la gracia, comprendió que el mundo no ha sido creado para ser ferozmente devorado, sino para ser humildemente encendido en el fuego del amor de Dios: Ite, inflammate omnia!
Imagen: Raúl Berzosa
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