Transcribimos ahora unos Recuerdos sobre el P. Fontova escritos por Ramón Jurado, que le conoció desde los tiempos de la Congregación Mariana y que después fue profesor en el Nazaret trasladado al Barrio de los Ángeles.
Le conocí recién llegado a la Residencia que tenían los PP. Jesuitas en Alicante, junto a la iglesia de Santa María, cuya parroquia regentaban. Lo vi entonces como un hombre de complexión fuerte, tranquilo, de trato amable y dulce, que sabía escuchar. Al poco fue mi confesor y director espiritual, pero siempre fue un buen amigo y más que nada un verdadero padre para mí, que supo aconsejarme y ayudarme en todos los momentos difíciles de mi vida.
Con el tiempo, pude comprobar que su aire tranquilo se debía al dominio y serenidad interiores, pues en realidad era, en mi opinión, un temperamento nervioso, inquieto y vital. Resistió sus enfermedades con verdadero asombro de todos. En cuanto a Nazaret, me parece recordar que, de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, dejaba acercarse hasta su despacho de Director de la Congregación Mariana, en la calle San Telmo, a cuantos niños acudían a él buscando ayuda y cariño, cosas ambas que las otorgaba con gran ilusión y generosidad. Así en el patio, donde los jóvenes jugábamos y hacíamos deporte, se fueron acumulando trapos y cosas de las que se podía sacar algo de dinero para ayudar a aquellos chavalillos.
Recuerdo que los domingos por la tarde un congregante montaba una cámara y una pantalla en una de las salas de juego de la Congregación y ponía películas de dibujos. Fui un día por allí y vi cómo el P. Fontova hablaba en voz muy alta y resultó que estaba haciendo de animador interpretando los dibujos de las películas mudas, con comentarios y ocurrencias tales, que me quedé allí un tiempo porque era tan divertido, que resultaba más gracioso que si la película hubiera sido sonora. Era un placer ver a aquellos niños disfrutando de la alegría que el P. Fontova les transmitía de aquel modo tan peculiar. Porque si hay alguna cualidad que resaltar de este hombre, aparte de su bondad, ésa es la alegría y el buen humor. Formaban parte de su estrategia.
Ocurría que, cuando en los momentos en que los problemas nos afectaban notoriamente y acudíamos a su despacho para contárselos, llegaba allí uno en tensión, triste, abatido y el P Fontova, después de escuchar con paciencia y aconsejamos debidamente, comenzaba a “dar un giro” al asunto que, en muchas ocasiones, se convertía aquello en una charla de humor tal, que las carcajadas de risa se oían desde fuera del despacho, quitando de esa manera importancia y fuerza a los males y tristezas que habíamos traído, saliendo de allí con una visión sana y optimista del asunto, gracias al incansable buen humor y jovialidad de aquel hombre, cosas que no perdió ni con la gravedad de sus enfermedades.
Insistiendo en su buen humor, recuerdo que uno de los profesores de Nazaret estuvo enfermo unos días y enviaron un sustituto. Era éste un joven tímido y de poca autoridad; de modo que los niños pequeños le pedían permiso para ir al lavabo y él se lo daba; pero en cuanto se veían fuera del aula (era en el Nazaret viejo, junto al Hospital Militar) se lo pasaban en grande; unos jugando en el patio, otros merodeando por la cocina, éstos escarbando en el trastero, aquéllos colándose en el dormitorio, incluso algunos visitando la capilla como refugio. Nos contaba el P. Fontova que un día, al asomarse a la clase de aquel profesor, y ver que faltaban tantos niños, porque andaban pululando por todo el colegio, le dijo al profesor: “procura que no salgan demasiado al lavabo, que no abusen” Y el profesor, para disimular la situación, le contestó: “no, si no salen”. Y el P Fontova nos comentaba que pensó decirle: “No, si lo que ocurre es que no entran”...
Alguna vez, cuando iba por allí, vi al P. Fontova sentado en su trapería, en medio de cartones, botellas, papeles y chismes, clasificando con sus manos trapos de todo género, para luego empaquetarlos y venderlos para sacar fondos con que hacer frente a las muchas necesidades que los niños de Nazaret tenían. Afortunadamente, ni los incendios, ni los gastos, ni las fatigas eran suficientes para detener su proyecto humanitario. El P. Fontova nunca se dio por vencido.
Fuente: Jesuitas de Aragón
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