Saturday, January 26, 2008

Carta abierta a Adolfo Nicolás (Nuevo Superior General de la Compañía de Jesús)

NORBERTO ALCOVER, S.J., Profesor de Comunicación en la Universidad Pontificia Comillas

QUERIDO Hermano y compañero,
he intentado escribir un texto genérico sobre el significado de tu elección como Superior General de la Compañía de Jesús, tras tantos días de expectación y de esperanza. Pero no he conseguido articular letra alguna. Sentía en mi interior la urgencia de comunicarme contigo de forma mucho más personal, como un hermano con otro hermano, como de un compañero con otro compañero que están viviendo instantes irrepetibles para esas horas de fraternidad e ignaciano compañerismo, miembros del mismo cuerpo y unidos en una misma vocación eclesial y humana.

La verdad es que no esperaba que fueras tú el elegido. Hace un par de años, cuando comenzaron los trabajos de preparación para la Congregación General, alguien comentó tu nombre, sobre todo por tu capacidad para conjugar el espíritu oriental y occidental tan equilibrados ya en la Compañía, pero inmediatamente pensé que los electores preferirían una persona más joven, de una generación más alternativa a la que hasta ahora ha llevado las riendas de los jesuitas en el mundo y en el Pueblo de Dios, que es la Iglesia. Pero ya ves, me equivoqué: han optado por un hombre maduro en edad, experimentado en el gobierno y, en este detalle no falló la intuición de mi fuente, excelente pontífice entre la sensibilidad del oriente y la reflexión occidental. No en vano desempeñabas, al acceder al cargo, el rol de Moderador de los Provinciales de Asia y Oceanía no perteneciendo originariamente a ese ámbito geográfico. Todo un síntoma del aprecio que tenían por tu persona. La verdad, mi querido Adolfo, una sorpresa. Pero también una sorpresa magnífica, de las más importantes de mi vida como jesuita.

Como tantos otros, inmediatamente pensé en tu relación con el siempre recordado Pedro Arrupe, con el que necesariamente tuviste que coincidir durante vuestras estancias en Japón. Pero en el mismo momento caí en la cuenta de que no es bueno comenzar con precipitadas comparaciones y mucho menos definiciones complementarias porque son capaces de determinar el futuro de las personas: una cosa es asumir la herencia arrupista, como tantos otros venimos haciendo, y otra muy distinta trazarte de antemano un camino concreto como Superior General de toda la Compañía, donde se cruzan sensibilidades tan diferentes y todas necesarias. El momento histórico es muy diferente. El momento eclesial también. Y la Compañía en cuanto tal, como bien sabes, atraviesa una época de urgente conmoción tras el tiempo dedicado a proclamar su capacidad de serenidad y de prudencia. Nos ha llegado el momento, como ya has comentado tú mismo, de argumentar y decidir en qué gastamos nuestras fuerzas de forma mucho más específica de cara a este siglo que comienza. Es decir, percibo que estás decidido a profundizar de verdad en nuestra misión global de evangelizadores en la frontera frente al paradigma dominante: austeridad frente a consumismo, justicia frente a prepotencia, fraternidad frente a egoísmo, fe y cultura pronunciadas al unísono. Y percibo también que deseas llevar a cabo esta tarea con altas dosis de libertad como persona y como creyente. Y esta percepción, que el tiempo dirá si es o no cierta, me llena de ilusión como miembro de una Compañía de Jesús tan admirada pero tan poco conocida en profundidad, tantas veces distante de la gente de la calle.

Tras esta percepción, además, he oído comentar lo mucho que influyeron en ti esos años pasados en una parroquia marginal de Tokio, entre cargo y cargo de gobierno, intentando que los emigrantes filipinos vivieran como verdaderos hijos de Dios y hermanos de los hombres. Acostumbrado a los ambientes universitarios y decisorios, que siempre acumulan poder, seguramente caíste en la cuenta de que la fortaleza está en la debilidad. Escrito de otra manera: experimentaste que el verdadero Padre de Jesucristo es el único padre de los pobres porque solamente Él produce una esperanza que va más allá de toda desesperanza. Y pensaste, escribo yo, que no estaría nada mal que tus compañeros jesuitas experimentaran también esta paternidad acogedora precisamente en el compromiso auténtico con lo que tú has llamado «la nación de los pobres» de todo tipo. Una nación sin fronteras geográficas, desde años atrás percibida pero solamente en la parroquia marginal japonesa constatada.

Todos tenemos en la vida un instante en que Dios, como Señor, se nos hace patente en una insobornable luminosidad. Y desde ese momento, nos resulta imposible desmarcarnos de esa luminosidad. Fue la luz de Pedro en las mismas negaciones. Fue la luz de Pablo al caer del caballo. Fue la luz de Ignacio en la soledad de Loyola. Fue la luz de Arrupe en el caos de Hiroshima. Fue la luz de Kolvenbach bajo las bombas de Beirut. La luz de Dios, la luminosidad aturdiente y engendrante. La gracia impetuosa que «nos hace ver todas las cosas diferentes, nuevas», en palabras de Ignacio al definir su experiencia sobrehumana junto al río Cardoner. En tu caso, querido Adolfo, fue la luz en la marginalidad de la parroquial suburbial de Tokio. Y doy gracias a Dios por el deslumbramiento.

Pienso también que, desde tu elección romana, ya ejercerás como presidente de los 217 congregados para deliberar sobre las más relevantes cuestiones que interesan al cuerpo universal de la Compañía. Me gustaría que, manteniendo la necesaria fidelidad a la Iglesia y a quien la preside en nombre del Señor como Obispo de Roma, el Papa Benedicto XVI, manteniendo esta vinculación carismática para todos nosotros, no permitas abdicación alguna de la libertad de los hijos de Dios, puesto que, sin lugar a dudas, mi querido Adolfo, la voluntad divina pasa por ejercer tal libertad y llegar a las conclusiones pertinentes. Sabedores todos de que tales conclusiones se presentarán al Santo Padre, y él mismo será capaz de comprenderlas y de asumirlas. Y si tiene que decirnos alguna palabra oportuna, seremos capaces de aceptarla desde una obediencia en fe, como nos ha enseñado nuestro fundador. La fidelidad a Dios en la libertad es la única condición, precisamente, para encajar la respuesta de Dios en la obediencia. Lo sabemos.

¿Qué decirte más que no te estén diciendo los reunidos? Solamente se me ocurre desearte magnanimidad en el gobierno, esperanza en los planes de tus compañeros jesuitas, humildad cuando tus consejeros te adviertan de algún posible error, capacidad para encajar los momentos de cruz y sepulcro, signo de que estás ayudando a que todos nosotros resucitemos en nuestras respectivas misiones y, en fin, como reclaman los Ejercicios Espirituales, fundamento de nuestra espiritualidad, «conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga» en cada momento de la vida. Desde que conocí tu nombramiento, rezo cada día por tal conocimiento, porque desde tu persona se reflejará en todos nosotros.

Bueno, y nada más, hermano y compañero. En algún momento, espero que visites la Compañía española, que tan honrada se siente con tu elección. O tal vez, la vida me permita visitarte en tu despacho romano para abrazarte. En todo caso, te he contado lo que llevaba en el corazón y deseaba comunicarte cuanto antes. Siempre tuyo.

Fuente: ABC

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