Sunday, February 20, 2011

Chile: Caso Karadima:La sanción eclesiástica, ¿sólo sanción? por Marcelo Gidi sj


P. Marcelo Gidi Th., sj
Doctor en derecho canónico y profesor derecho canónico Facultad Teología UC.
Para aclarar la extrañeza y responder a los interrogantes que pueden suscitar hechos conocidos, en los que la autoridad de la Iglesia ha sancionado determinadas conductas, sea de sacerdotes o de simples fieles, es necesario tener en cuenta que Jesucristo “estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible, […] dotada de órganos jerárquicos […] que forman una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano.”(Vat. II, Const. L. Gentium, 8).

Teniendo presente esta realidad compleja, se comprende cómo, por qué y para qué, la Iglesia pueda castigar determinadas conductas, mediante la imposición de penas. Si careciese de la potestad de sancionar determinados comportamientos nocivos, le sería muy difícil cumplir su misión, ayudar al ser humano a entrar en comunión con Dios y en unidad con el resto de la humanidad. Esta potestad coactiva que pertenece a la Iglesia, existe y existirá siempre por voluntad de Cristo, quien vino a ofrecer la salvación de su Padre. En consecuencia, el punto de partida para cualquier reflexión sobre la posibilidad o no de las penas que impone la Iglesia por los delitos cometidos en su interior, no es sólo, ni principalmente el delito cometido, sino sobre todo la persona, sea ésta la víctima sea ésta el culpable, para asegurar y defender el bien común de la comunidad eclesial y de el bien de cada uno de los fieles.
La potestad coactiva de la Iglesia, como lo vemos, no se puede comprender, sino desde dentro de su espíritu, de su naturaleza y de su misión, ambas salvíficas, que determinan y condicionan el ejercicio de la misma. La investigación de la verdad y la administración de la justicia en la Iglesia, inclusive la que se refiere a la determinación de la culpa y a la aplicación de las penas, tiene como único centro de atención la persona del fiel cristiano. Por consiguiente, al momento de aplicar una pena, debe considerarse cuidadosamente no sólo la correspondencia de la pena con el delito cometido, sino también las consecuencias subsiguientes tanto para la víctima, como para el delincuente y la comunidad eclesial.
La pena canónica debe ser establecida, no sólo conociendo las leyes, sino también, mediante la combinación armoniosa de justicia y caridad, legalidad y discrecionalidad, prudencia y prontitud. Primero, porque, la justicia no se instaura en la Iglesia, ni en ninguna sociedad, con las buenas intenciones, sino con el respeto a la ley común por parte de todos, en especial por la autoridad que debe garantizar su cumplimiento. Segundo, porque la Iglesia no puede desconocer o tolerar las acciones que dañan a las personas y a la misma comunidad eclesial. Tercero, porque la autoridad eclesiástica debe intervenir, cada vez y sin excusas, cuando uno de sus miembros ha cometido un hecho por ella reconocido como delictivo, ya que todo pecado y, sobre todo, los que, además, son delito constituyen una conducta antieclesial que lesiona gravemente el fin último de la Iglesia, es decir, la salvación de las almas que la autoridad eclesiástica debe garantizar.
Es la misma naturaleza de la Iglesia la que exige que en la determinación y aplicación de una pena se actúe con rigor y mansedumbre, con justicia y misericordia, con severidad y benevolencia, para que se alcance el fin de la misma, que no es sólo punitivo, sino, también, medicinal, nunca inclemente ni inmisericordioso, sino justo y ejemplificador. Las penas en la Iglesia, cualquiera sea su entidad, sólo se determinarán en la medida en que sean necesarias para proveer más eficazmente al bien de la víctima, el restablecimiento del bien común de la Iglesia, la reparación del escándalo, el restablecimiento de la justicia y la conversión del reo. Es evidente que en la aplicación de una pena se deberá tener en cuenta el daño causado en la víctima, sin embargo la condena no puede transformarse en un instrumento de venganza, sino de justicia y caridad. La Iglesia no puede sólo condenar y castigar, debe siempre buscar todos los medios posibles para que el delincuente se rehabilite de su delito. Son los principios de justicia y caridad, sanción y salvación los que deberán señalar la magnitud de la pena que debe imponerse, teniendo siempre en cuenta, el daño producido en la víctima y la posibilidad de resarcimiento y la capacidad del sujeto-delincuente para cumplir la misma, ya que penalizar a una persona con algo que va más allá de lo que puede soportar, sería una nueva injusticia.
La pena canónica aparece, por lo mismo, como un medio por el cual la Iglesia redirecciona al fiel que ha delinquido, protege a la víctima y cuida a la comunidad que se ha visto dañada hacia los principios y valores fundamentales que la guían: la salvación de todos, incluso del delincuente. A fin de cuentas, debe proveer lo más convenientemente a que la disciplina eclesiástica no sólo castigue al delincuente sino, también, buscando su bien y conversión, determine la pena, la que nunca es en la Iglesia vindicativa ni condenatoria, sino siempre salvífica.
Es en este marco referencial donde se puede entender el por qué la Iglesia tiene derecho, originario y propio. Por qué y cómo y para qué, impone sanciones penales a quienes han cometido un delito eclesiástico y sus miembros se sustraigan de la justicia que rige en los Estados en los cuales ella se encuentra, con la cual debe siempre colaborar en defensa del bien común de
la sociedad.
El Mercurio

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