Wednesday, September 28, 2016

EL USO ESPIRITUAL DEL MANDALA EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES IGNACIANOS por Emmanuel Sicre, sj


En la experiencia espiritual suceden de manera muy integral, por no decir compleja, cosas que muchas veces no nos esperamos. Acostumbrados como vivimos generalmente a controlar casi todas las situaciones de nuestra vida se nos pasa que esto resulta ser sólo una fantasía. ¿Por qué? Bueno, porque si miramos con más detenimiento nuestra vida interior, pero también lo de afuera, empezaremos a notar que es más aquello que sucede fuera del control de la conciencia que lo que pasa dentro de los contornos de lo evidente.

En este sentido, quisiera que pudiéramos caer en cuenta con humildad de que nuestras acciones en verdad tienen un fondo vinculado a muchísimos aspectos de la realidad que se nos escapan. Desde lo más hondo y desconocido del inconsciente (aquél 90% del que hablan algunos entendidos), hasta los movimientos estelares del universo donde la noche llama al día y viceversa, pasando por la misteriosa contingencia de la libertad de los seres humanos que habitamos el planeta, todo se amalgama en un entramado realmente imbricado de matices. Este conjunto dinámico en donde todo está conectado con todo, resulta un apasionante modo de comprender el mundo y nuestro lugar de criaturas en él. 

Desconectarnos de este conjunto hace que perdamos fuerza para caminar en nuestra vida.

Sin embargo, nuestra cabeza siempre busca dar unas explicaciones a determinados aspectos de la realidad para poder vivir. Entonces, están las teorías que dan una mirada lógica a un campo visual de intereses. Sería tonto despreciar el valor de la teoría, pero más tonto sería pensar que puede explicar, por lógica y acabada que sea, toda la realidad. Por ello la teoría que cree que puede decirlo todo se convierte en una ideología, es decir, en un sistema cerrado, desconectado. No todo es susceptible de control gracias a Dios.

En la vida espiritual pasa algo parecido. No todo lo podemos conceptualizar, definir, clasificar. Sólo alcanzamos a través de los años a poner algunos nombres que ayudan a movernos por una cierta zona de seguridad, mientras que el resto se lo dejamos al trabajo de vivir de la confianza en la providencia del buen Dios que obra en el tiempo.

En ese campo del no control, pero de la vivencia sin nombres claros y distintos, se ubica una serie de actividades que ayudan a disponer el corazón, la mente y el cuerpo a una experiencia espiritual integradora. Aquí podríamos mencionar por ejemplo, el taichí, el chi kung, la biodanza, sembrar, podar, hacer deportes, cantar y la técnica de pintar mandalas[1], entre otras.

A esta última del mandala, si se la utiliza como instrumento puede llevarnos a un buen puerto en la vida de oración. Más allá de la rica simbólica del color en relación con las emociones vividas y de la historia en sus diversos contextos, pintar mandalas en los retiros ignacianos o Ejercicios Espirituales nos permite abandonar dulcemente la zona de control para dejar aflorar un segundo nivel más profundo.

Este nivel más hondo es el taller del Espíritu de Dios. Él está siempre trabajando en lo secreto de nuestra intimidad reparándonos los pliegues heridos del alma. Allí el buen espíritu sana, cura, bendice, anima y alza nuestro pobre yo para que pueda emerger en su lugar el cristo interior que somos. Entonces, cuando nos entregamos a la pintura del mandala comenzamos a ceder en nuestros controles y censuras conscientes para conectarnos con este segundo plano de la interioridad donde se fragua la vida del espíritu en nosotros.

Pintando de afuera hacia adentro es que enviamos a nuestro centro vital la señal de ingresar allí. En efecto, si queremos tocar la puerta de esa habitación espiritual profunda conviene ir lentamente dejando que el colorido diseño nos vaya conduciendo despacio hacia el punto de fuga que todo lo une en el centro del mandala. Si una música oportuna y placentera acompaña la experiencia de la pintura, sumaremos un elemento más que nos permitirá seducir la conciencia con ternura para que sea ella misma la que se sume al movimiento de ir hacia lo desconocido a encontrarse con su propia fuente.

Pintando de adentro hacia afuera la señal que enviamos es la contraria, es decir, la de salida del interior profundo al afuera de la realidad compartida con los demás y que vivimos cotidianamente. Una vez que hemos tomado contacto con nuestro centro vital podremos salir al encuentro de la realidad donde convivimos con otros y ofrecerles del agua con la que hemos calmado nuestra sed espiritual.

En este sentido, la técnica del mandala nos muestra el movimiento de Dios en nuestra propia vida. En efecto, Dios está siempre trabajando en lo más íntimo de nosotros mismos (como decía san Agustín) aun cuando dormimos (por eso los sueños siempre traen mensajes que nos ayudan a interpretar lo que vamos viviendo de cara a lo que Dios nos pide o nos quiere decir para nuestro bien); y de allí pide salir al encuentro de nuestro yo profundo, de los demás y de la creación para volver a ligar los hilos que nos unen a él en las cosas que él mismo nos ofrece en su grandeza.  

El resultado de la experiencia de pintar mandalas está en la misma dirección del espíritu en los Ejercicios Espirituales. Me refiero a que no trabaja en lo inmediato como nos acostumbra el mundo del consumo, el entretenimiento y la retribución, sino en el proceso de transformación. Un mandala cada día al despertar, cada noche al ir a dormir, o en un momento de tensión puede ayudarnos a descender al pozo de la vida espiritual, o a salir del miedo y la confusión con fortaleza y confianza.

De a poco, nuestro camino de adentro hacia fuera y viceversa se convierte en un sendero conocido para el discernimiento de lo que nos pasa, y que nos puede ligar nuevamente con aquello que se nos quiebra en el diario contacto con lo real. Y así dejar que brote como un tallo el cristo interior que nos habita.   

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