Prepósito General de la Compañía de Jesús
ROMA
Querido Padre:
Dentro de unos días, celebraremos la fiesta de san Ignacio de Loyola. Es la mejor ocasión para cumplir la promesa que le hice el pasado 19 de mayo, en vísperas del inicio del V Centenario de la herida de Íñigo.
Este año hacemos memoria de una herida que sigue siendo indicador de peregrinación, de conversión, de discernimiento, de cambio de rumbo, de adoptar otro “modo de proceder”. Una herida que irradia luz, como faro que alumbra y ensancha el horizonte; una herida que mana esperanza y da nuevo sentido a la vida.
Le felicito sinceramente por su libro-entrevista ‘En camino con Ignacio’, publicado hace unos meses. Magnífico por el contenido y muy atractiva la presentación. Gracias por revelarnos su experiencia, por ofrecernos sus consideraciones y por indicarnos el itinerario a seguir en este año ignaciano. Espero y deseo que sea un año fecundo para la Compañía y confío que no lo sea menos para la Iglesia, verdadero “hospital de campaña con heridos que buscan a Dios”.
Posiblemente se pregunte a qué viene esta carta. Sencillamente responde a una íntima necesidad de expresarle la admiración, el reconocimiento, la gratitud y el deseo de óptimos augurios para la Compañía. Somos poco proclives a agradecer lo que recibimos, y alguna vez hay que expresarlo. Esta carta no puede considerarse un gesto de simple cortesía. Somos muchos los consagrados y consagradas que reconocemos y agradecemos lo que el Señor ha hecho en la Compañía y por la Compañía en el Pueblo de Dios.
Testimonio y servicio
La celebración de este V Centenario es una buena oportunidad para decir a todos y cada uno de sus miembros: gracias por lo que son y por lo que hacen; gracias por el testimonio de su vida como “compañeros de Jesús” y por el servicio a esta Iglesia peregrina y a esta humanidad que sufre y busca.
A mediados de junio de 1967, me hallaba en Roma. Tras una conversación con el cardenal Arcadio María Larraona, cmf, quien me había ordenado sacerdote, me preguntó si podía ayudarme en algo. Sin titubear, le expresé el deseo de tener los documentos de la última Congregación General de la Compañía, celebrada en 1965. Inmediatamente buscó un ejemplar y lo puso en mis manos. Después, gracias a buenos amigos jesuitas, concretamente los padres Arrupe, Kolvenbach y Urbano Valero, he podido disponer de los documentos de las sucesivas Congregaciones.
Puede parecerle extraña la petición; pero, en aquellos días, acababa de recibir el encargo de ser formador de nuestros seminaristas mayores. Consideraba que cuanto dijera la Compañía tenía peso y fuerza para orientar la formación.
A los pocos años, la amistad con el P. Pedro Arrupe fue un regalo precioso que disfruté por su cercanía, su espíritu ignaciano, su ejemplo de amor a la Iglesia y al Papa, y sus escritos, que me fue entregando sucesivamente.
Audacia y coherencia
La Compañía ha sido audaz y coherente ante las propuestas conciliares de renovación eclesial en un mundo en cambio y en un tiempo de grandes turbulencias. A pesar de los contratiempos sufridos, ha sabido situarse y mirar hacia delante, con los ojos fijos en quien les había llamado para estar con Él y a anunciar el Evangelio (cf. Mc 3, 13-14).
La Compañía se ha posicionado ante los desafíos de nuestro tiempo desde la Palabra de Dios y el carisma ignaciano, ha hecho autocrítica y, desde la sencillez de vida y la plena disponibilidad, ha procurado ser levadura en la masa y luz en el candelero.
Ha ejercido con arrojo la profecía, a veces desde el aguante y el silencio responsable. Los tropiezos y las caídas son inherentes a los que se mueven. Lo importante es ser lúcidos y saber de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos. Y esto está bien claro en todos los ‘Decretos’ de las Congregaciones Generales, elaborados desde una cuidadosa pedagogía de la insistencia.
Diversos en la unidad
Entre lo más admirable en el proceso de renovación posconciliar, está el haber sabido mantener firmes las raíces, la propia identidad ignaciana. En la Compañía se ha visto cumplido el refrán africano: “Cuando las ramas son zarandeadas por el viento, las raíces se abrazan”. Cuanto más golpeada, más firme ha sido la comunión. Por otro lado, estando integrada por personas de tan diversas procedencias, de tan diferentes culturas y lenguas y, sobre todo, de tan distintas maneras de pensar, han mantenido la unidad. Esta unidad ha sido, sin duda, un don del Espíritu acogido y secundado por cuantos han recibido la vocación a ser compañeros, unidos con Cristo para la misión.
Considero un gran acierto que desapareciera la tradicional privacidad jesuítica. La comunicación de los análisis, deliberaciones y decisiones habidas en las Congregaciones ha permitido que otros institutos y comunidades cristianas se vieran inspirados y seguros en sus propios procesos de renovación. Es fácil comprobar que el modo de pensar, sentir, orar, discernir y comprometerse de la Compañía en el servicio del Evangelio se ha hecho paradigmático para muchos grupos eclesiales. (…)
Vida Nueva