- Natalia Na Le’ rescata a las menores del Triángulo de Oro, punto de encuentro de las mafias entre Tailandia, Laos y Myanmar
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El mercado tailandés de Chaen Sean parece un hormiguero. Venden pescado, carne, larvas e insectos. Natalia se mueve rápidamente entre los puestos de verduras, negociando un precio por sus cebollas y su ginseng. El dinero lo utilizará para mantener a las niñas y jóvenes de la Casa de la Providencia. Son 60 muchachas liberadas de la trata, huérfanas y abandonadas, que han encontrado un hogar y el amor de una comunidad. El huerto de la hermana Natalia Na Le’ es la principal fuente de ingresos.
Estamos en el Triángulo de Oro, ese punto de encuentro entre Tailandia, Laos y Myanmar, que es un cruce de caminos para el narcotráfico, el dinero de dudosa procedencia y los seres humanos. Estamos filmando el documental Tears & Dreams, sobre la liberación de mujeres víctimas de trata. Al amanecer de un día muy caluroso, acompañamos a la hermana Natalia al “zoológico”, un pueblo donde se exhiben ante los turistas “las mujeres jirafa”.
Son niñas y jóvenes Akha, refugiadas o secuestradas en Myanmar, con collares de oro alrededor del cuello que les provocan la desarticulación de las vértebras porque pesan varios kilos. Las muchachas comienzan a usarlos desde muy temprana edad. Están allí, en el zoológico, cosiendo y cantando mientras los turistas les toman decenas de fotografías. Los guardianes recogen el dinero y se aseguran de que las jóvenes no se escapan.
La hermana Natalia, con otras monjas Akha, ha logrado sacar a varias chicas de ese infierno, poniéndolas a salvo. No es fácil porque es muy peligroso. Me pregunto de dónde viene el valor de esa mujer. Ni siquiera puedo grabar en el zoológico. Se me ha cerrado el estómago y tengo la mente nublada. Durante un paseo en piragua por el río Mekong hacia Laos, la hermana Natalia nos cuenta su historia.
Natalia es china, de una región fronteriza con Myanmar. La violencia empujó a su padre a huir de China junto a su familia. Ella tenía solo 3 años cuando emprendieron la huida a través de los bosques. La familia recaló en Myanmar, en la zona de la tribu Akha. Allí construyeron una humilde choza y comenzaron a cultivar un trozo de tierra plantando arroz, pero lo que producía resultaba insuficiente para alimentar a la familia.
Por ello, comenzaron a cultivar opio, que rendía más. El Triángulo de Oro es una de las capitales mundiales de producción del opio que posteriormente se procesa y da lugar, sobre todo, a la heroína y a la cocaína. En Chiang Saen hay un museo que narra toda la historia del opio y muestra cómo se elabora. Natalia, de tan solo 12 años, lo transportaba por el río. Era la mensajera.
En el bosque, para los refugiados, desplazados y desesperados, no hay médicos. Por eso, un simple dolor de muelas o el dolor de una herida se calma con opio. Todo el mundo lo hace. A veces, el opio también se emplea para no sentir hambre, incluidos los niños.
El tráfico de esta sustancia provoca enfrentamientos entre bandas y tribus y con el ejército. Más de una vez Natalia se vio en medio del fuego cruzado. Su vida se complicaba por momentos. No obstante, nunca se rindió porque necesitaba, sencillamente, sobrevivir. Todo empeoró una noche en que la familia tuvo que ponerse a salvo durante un intenso tiroteo entre los Akha, los Shan y el ejército.
Estamos en el Triángulo de Oro, ese punto de encuentro entre Tailandia, Laos y Myanmar, que es un cruce de caminos para el narcotráfico, el dinero de dudosa procedencia y los seres humanos. Estamos filmando el documental Tears & Dreams, sobre la liberación de mujeres víctimas de trata. Al amanecer de un día muy caluroso, acompañamos a la hermana Natalia al “zoológico”, un pueblo donde se exhiben ante los turistas “las mujeres jirafa”.
Son niñas y jóvenes Akha, refugiadas o secuestradas en Myanmar, con collares de oro alrededor del cuello que les provocan la desarticulación de las vértebras porque pesan varios kilos. Las muchachas comienzan a usarlos desde muy temprana edad. Están allí, en el zoológico, cosiendo y cantando mientras los turistas les toman decenas de fotografías. Los guardianes recogen el dinero y se aseguran de que las jóvenes no se escapan.
La hermana Natalia, con otras monjas Akha, ha logrado sacar a varias chicas de ese infierno, poniéndolas a salvo. No es fácil porque es muy peligroso. Me pregunto de dónde viene el valor de esa mujer. Ni siquiera puedo grabar en el zoológico. Se me ha cerrado el estómago y tengo la mente nublada. Durante un paseo en piragua por el río Mekong hacia Laos, la hermana Natalia nos cuenta su historia.
Natalia es china, de una región fronteriza con Myanmar. La violencia empujó a su padre a huir de China junto a su familia. Ella tenía solo 3 años cuando emprendieron la huida a través de los bosques. La familia recaló en Myanmar, en la zona de la tribu Akha. Allí construyeron una humilde choza y comenzaron a cultivar un trozo de tierra plantando arroz, pero lo que producía resultaba insuficiente para alimentar a la familia.
Por ello, comenzaron a cultivar opio, que rendía más. El Triángulo de Oro es una de las capitales mundiales de producción del opio que posteriormente se procesa y da lugar, sobre todo, a la heroína y a la cocaína. En Chiang Saen hay un museo que narra toda la historia del opio y muestra cómo se elabora. Natalia, de tan solo 12 años, lo transportaba por el río. Era la mensajera.
En el bosque, para los refugiados, desplazados y desesperados, no hay médicos. Por eso, un simple dolor de muelas o el dolor de una herida se calma con opio. Todo el mundo lo hace. A veces, el opio también se emplea para no sentir hambre, incluidos los niños.
El tráfico de esta sustancia provoca enfrentamientos entre bandas y tribus y con el ejército. Más de una vez Natalia se vio en medio del fuego cruzado. Su vida se complicaba por momentos. No obstante, nunca se rindió porque necesitaba, sencillamente, sobrevivir. Todo empeoró una noche en que la familia tuvo que ponerse a salvo durante un intenso tiroteo entre los Akha, los Shan y el ejército.
Una nueva vida
Huyeron de nuevo por el bosque hasta que fueron acogidos por la tribu Lahu, de origen chino. Solo entonces las cosas empezaron a ir a mejor y Natalia comenzó a asistir a la escuela de los padres del PIME, el Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras. Para quedarse allí y tener un documento de identidad, dijo que era una Lahu y se cambió el nombre. Cuando las religiosas la invitaron a quedarse en la casa de acogida comenzó su nueva vida.
El camino no fue fácil. Pasó de una existencia entre guerrillas y tráfico de drogas por el río y el bosque, a una casa con unas reglas. Por eso, su primer año fue muy duro. Además de las dificultades para adaptarse, a Natalia le entristecía ver que todas las compañeras iban a hacer la Primera comunión y ella no. Por eso, pidió ser bautizada, pero no lo consiguió. Unos años más tarde, a instancias del obispo, Natalia recibió el bautismo y solicitó ser monja. “Estaba rezando frente a la estatua de la Virgen y escuché una voz que decía: ‘hija mía, ven aquí y conviértete en monja’. Después de escuchar la voz, bajé a pedir permiso a la superiora y me lo concedió”, explica.
Antes de entrar al convento, Natalia pidió permiso a su padre. Él le respondió que podía hacerse monja porque, entre los chinos, son los hijos varones los que deben seguir la tradición. “Si te haces monja, al menos ningún hombre te maltratará”, le dijo su padre. Era 25 de diciembre de 1981. Tendría que esperar 7 años más porque eran necesarios varios documentos que faltaban y tenía que terminar sus estudios. Natalia se convirtió en religiosa de una congregación local dedicada a la providencia que, posteriormente, se unió a las Hermanas de la Providencia de San Cayetano Thiene.
Ha conservado el valor de su primera juventud y lo aplica a la luz del Evangelio. Además del huerto para mantener a las chicas, está pendiente una nueva construcción -una iglesia financiada por un monje budista-, y los fines de semana es catequista en las aldeas de refugiados Akha y Lahu, que no tienen reconocimiento legal y viven en condiciones de extrema dificultad.
Cuenta Natalia que, en esos lugares, la mayoría de las personas consumen drogas y alcohol y tienen muchos problemas. “Los padres de familia piensan solo en sí mismos y se olvidan de sus esposas e hijos. Por lo tanto, los hijos difícilmente logran terminar su formación. Les atrae el dinero rápido y fácil. Menudean con drogas y terminan por ir a la cárcel. Así que les enseñamos el Evangelio y el daño que causa el opio”, cuenta la religiosa.
Una vez al mes, Natalia y otra monja birmana se disfrazan de mujeres de negocios, cruzan el Mekong y van a los casinos de Laos. Una vez allí, salen por una puerta trasera para visitar los pueblos prohibidos donde imparten catequesis. Natalia lo narra mientras navegamos en piragua por el Mekong. Para ella no es algo heroico. Simplemente forma parte del compromiso básico de una monja cristiana.
*Reportaje original de Donne Chiesa Mondo de junio de 2021. Traducción de Vida Nueva
Vida Nueva
Huyeron de nuevo por el bosque hasta que fueron acogidos por la tribu Lahu, de origen chino. Solo entonces las cosas empezaron a ir a mejor y Natalia comenzó a asistir a la escuela de los padres del PIME, el Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras. Para quedarse allí y tener un documento de identidad, dijo que era una Lahu y se cambió el nombre. Cuando las religiosas la invitaron a quedarse en la casa de acogida comenzó su nueva vida.
El camino no fue fácil. Pasó de una existencia entre guerrillas y tráfico de drogas por el río y el bosque, a una casa con unas reglas. Por eso, su primer año fue muy duro. Además de las dificultades para adaptarse, a Natalia le entristecía ver que todas las compañeras iban a hacer la Primera comunión y ella no. Por eso, pidió ser bautizada, pero no lo consiguió. Unos años más tarde, a instancias del obispo, Natalia recibió el bautismo y solicitó ser monja. “Estaba rezando frente a la estatua de la Virgen y escuché una voz que decía: ‘hija mía, ven aquí y conviértete en monja’. Después de escuchar la voz, bajé a pedir permiso a la superiora y me lo concedió”, explica.
Antes de entrar al convento, Natalia pidió permiso a su padre. Él le respondió que podía hacerse monja porque, entre los chinos, son los hijos varones los que deben seguir la tradición. “Si te haces monja, al menos ningún hombre te maltratará”, le dijo su padre. Era 25 de diciembre de 1981. Tendría que esperar 7 años más porque eran necesarios varios documentos que faltaban y tenía que terminar sus estudios. Natalia se convirtió en religiosa de una congregación local dedicada a la providencia que, posteriormente, se unió a las Hermanas de la Providencia de San Cayetano Thiene.
Ha conservado el valor de su primera juventud y lo aplica a la luz del Evangelio. Además del huerto para mantener a las chicas, está pendiente una nueva construcción -una iglesia financiada por un monje budista-, y los fines de semana es catequista en las aldeas de refugiados Akha y Lahu, que no tienen reconocimiento legal y viven en condiciones de extrema dificultad.
Cuenta Natalia que, en esos lugares, la mayoría de las personas consumen drogas y alcohol y tienen muchos problemas. “Los padres de familia piensan solo en sí mismos y se olvidan de sus esposas e hijos. Por lo tanto, los hijos difícilmente logran terminar su formación. Les atrae el dinero rápido y fácil. Menudean con drogas y terminan por ir a la cárcel. Así que les enseñamos el Evangelio y el daño que causa el opio”, cuenta la religiosa.
Una vez al mes, Natalia y otra monja birmana se disfrazan de mujeres de negocios, cruzan el Mekong y van a los casinos de Laos. Una vez allí, salen por una puerta trasera para visitar los pueblos prohibidos donde imparten catequesis. Natalia lo narra mientras navegamos en piragua por el Mekong. Para ella no es algo heroico. Simplemente forma parte del compromiso básico de una monja cristiana.
*Reportaje original de Donne Chiesa Mondo de junio de 2021. Traducción de Vida Nueva
Vida Nueva
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