Sunday, March 01, 2009

Alejandro Rodríguez: «La Iglesia se vacía, sobre todo de jóvenes, y es una pena»

Es el último de los misioneros asturianos. La dureza de su trabajo en Benín le ha obligado a hacer un alto en el camino, tomar un poco de aire y redimir su salud antes de regresar a la vanguardia de una lucha que no conoce ni tregua ni desvío; los pobres parece que nunca se acabarán en África, al menos, en esta generación, la que corresponde a Alejandro Rodríguez Catalina, un sacerdote que desde la tranquilidad asturiana clama por un compañero dispuesto a sumergirse con él en el servicio de un pueblo que lo necesita todo, principalmente, ese bien y esa justicia que ha de empujarle fuera del círculo de la miseria.Lo entrevista Cuca Alonso en La Nueva España.


Tímido y quizás algo desconfiado al principio de la charla, a medida que ésta avanzaba y caían sus reservas, fue apareciendo un idealista íntegro, entusiasta y apasionado. Nacido en Fuentecén, 1951, un pueblo de Burgos situado en la ribera del Duero, Alejandro Rodríguez Catalina es el sexto de ocho hermanos. Un día, cuando contaba once años, dijo que quería ser cura, así que unos tíos que vivían en Sama de Langreo lo trajeron a Asturias para que ingresara en el Seminario Menor de Covadonga. Ahí empezó todo, doce años de formación hasta ordenarse.


-¿Cómo derivó aquel impulso? Creo que no puede llamarse vocación al deseo de un niño de once años...

-Vi crecer ese don despacio, sin sobresaltos, pero cada vez percibía mejor que estaba en el verdadero camino de mis deseos. Mi llegada al Seminario coincidió con la de Vicente Enrique y Tarancón, del que guardo un magnífico recuerdo; fue cambiando radicalmente la forma de trabajar y vivir en el Seminario. Cuando me ordené, en 1976, don Gabino Díaz Merchán no pudo viajar a mi pueblo, y lo hizo el entonces obispo auxiliar, don Elías Yanes, que más tarde sería secretario de la Conferencia Episcopal.


-Si la ceremonia se oficiaba en la diócesis de Burgos, ¿no correspondía presidirla al titular de la misma?

-No, yo me incardiné aquí, en Asturias. Esto significa que los que somos de fuera firmamos un documento que nos compromete a quedar en la diócesis que nos ha formado como colaboradores del Arzobispo; de este modo yo siempre seré un cura asturiano, aunque me haya ordenado en mi lugar de origen.


-Dígame, ¿hubo fiesta en Fuentecén, su pueblo?

-Ya lo creo. Era el mes de julio y nos reunimos en el pinar casi todos los vecinos y gente que había venido de Asturias. Se sirvió vino de las bodegas y chuletas de cordero. Luego, mi primer destino fue Cangas del Narcea, donde tuve a mi cargo siete parroquias; algunos pueblos aún no tenían luz y los caminos eran pistas de tierra. Al año me enviaron a Oviedo, como coadjutor en San Pablo de la Argañosa, pero en esa época ya me escribía con misioneros asturianos en Burundi, y me ofrecí inmediatamente al saber que Fernando Fueyo y Yayo González Quintana tenían que regresar a España. Así que fui uno de los tres sacerdotes que los reemplazaron.


-¿Qué se encontró en Burundi?

-Más riqueza humana de la que pensaba. Me entregué de lleno a la gente pese al idioma. Se hablaba muy poco francés, y mucho kirundi, una lengua de origen bantú muy difícil; cuando pasados tres años nos echaron del país, me defendía, pero aún no la dominaba. El Gobierno de Burundi era tutsi y creían que la Iglesia apoyaba a los hutus, que eran mayoría, así que expulsaron a muchos misioneros, incluso a monjas licenciadas en Medicina.


-¿No sintieron pena al abandonar la misión?

-Nos consoló saber que no iba a cerrarse nada, ya que continuaron dirigiéndola religiosos de allí, sacerdotes nativos, aunque a algunos los mataron o encarcelaron. En la actualidad Burundi está en un proceso de pacificación bastante avanzado.


-¿Volvería usted?

-No, ahora estoy en una misión al norte de Benín, en Bembereke. Al regresar a España desde Burundi propusimos el deseo de que la Iglesia asturiana siguiera en África, y surgió la posibilidad de Benín. Nos fuimos tres sacerdotes, dos asturianos y uno de Logroño. La capital de Benín es Porto Novo, pero el gobierno y el aeropuerto están en Cotonou, así que desde allí nos trasladamos a Perere, otra misión de españoles, donde permanecimos seis meses aprendiendo el idioma, el baatonum, aún más difícil que el kirundi; es la lengua de los bariba, una etnia dominante en la región donde está Bembereke. El clima de Benín es muy duro, hace mucho calor, hay mucho polvo... Mi cuerpo no se adaptaba, enfermé de paludismo y me obligaron a volver.


-¿No llegó a pisar Bembereke?

-No, pero el deseo permanecía. Estuve seis años de párroco en Laviana, entre otros destinos, pero volví a ofrecerme al conseguir estabilidad personal y buena salud, y, sobre todo, al saber que sólo quedaba un sacerdote en aquella misión, la única asturiana, asumida por nuestra diócesis desde 1987. Creí que era mi deber, así que desde 2003 estoy al fin en Bembereke.


-¿Cómo era la misión?

-Muy organizada, con muchas comunidades cristianas repartidas por los pueblos próximos, y gran número de personas que pedían nuestra presencia. Es gente muy abierta, y el campo de trabajo, enorme.


-¿Un trabajo primordialmente espiritual?

-La auténtica labor de un misionero es integral, es decir, humana, social y espiritual. El mejor regalo que se puede llevar a esta gente es hacerles conocer la vida de Jesucristo y su Evangelio; en realidad es lo que esperan y lo que los va a ayudar a ponerse en pie y esforzarse por una vida mejor. Son las propias comunidades cristianas las que viendo las carencias que sufren se movilizan y nos impulsan a nosotros a trabajar por la justicia.


-¿No hay conflictos políticos en Benín?

-Algunos, como en todas partes, pero no se dan enfrentamientos étnicos. Benín es muy pobre. Hay dos estaciones, la seca y la de lluvias. Su producto se basa en la agricultura, y algo de ganadería. El cultivo del algodón va a menos al carecer de subvenciones estatales, esto los impide competir en precios con otras naciones que sí las tienen. Todos los pueblos pobres o empobrecidos, en general, son víctimas de la explotación del comercio internacional dominado por los países poderosos. Permanecí cinco años en Bembereke; los últimos tres años, solo. La misión ha crecido mucho, hay más de 30 comunidades y casi todos los años celebramos unos 200 bautizos. Aparte contamos con dos hogares de acogida para jóvenes estudiantes de los pueblos alejados, escuelas, varios pozos de agua y un centro de atención a minusválidos. Todo esto sobre la responsabilidad de una sola persona supone un trabajo ingente, que me produjo un agotamiento muy serio, complicado con fiebres tifoideas.


-¿Hay sida en Benín?

-Sí, aunque no tanto como en otros puntos de África, al menos de forma declarada. Lo peor es el paludismo, que mata a muchos niños; en junio del año pasado murieron en el Hospital Evangelista más de 60 niños de esa enfermedad. Puede curarse si se coge a tiempo y disponiendo de medios; ellos, como no los tienen, tardan en acudir al hospital, y a veces ya es tarde. Tendrían que dormir con mosquitero, pero tampoco tienen. Creo que se está investigando una vacuna contra el paludismo, dicen... Se está retrasando demasiado, como no es una enfermedad del Norte, de los ricos...


-Así que la mala salud le hizo regresar a Asturias de nuevo...

-Vine en noviembre, y espero volver en verano, aunque antes he de encontrar un compañero. Ya lo he dicho en muchos sitios, en el Arzobispado, a sacerdotes amigos, pero hasta el momento nadie me ha dado repuesta positiva.


-¿No le vale un seglar?

-Lo más urgente es otro religioso, aunque un seglar también sería deseable. Si he de volver sólo lo haré, pero el obispo de allí, un nativo, desea que vaya acompañado.


-¿Qué es lo que más le ha impresionado en sus años de misiones?

-Ver el rostro de Dios en muchos pobres, la vitalidad de esta gente, y comprobar lo grande que es compartir y entregar la vida sin ningún interés personal.


-Sus dudas, que las habrá tenido, ¿hacia dónde se inclinaban?

-Creo que tengo una gran fe, pero cuando no logras lo que persigues, estas dudas se vuelven más hacia mí mismo que hacia Dios.


-¿Morirá con las botas puestas?

-Sí, en cualquier lugar de África, trabajando por el Evangelio, y cerca de los pobres, que es donde más se siente la presencia de Dios.


-¿Qué piensa de esta sociedad, indiferente a la fe y a los demás?

-Un mundo que vive de espaldas a los pobres, es más, a costa de ellos, es difícil que se plantee seriamente la fe en un Dios liberador y salvador. De este modo, no es extraño que la Iglesia se vacíe, sobre todo, de jóvenes. Es una pena, porque se están perdiendo lo más noble de la vida, y la posibilidad de lograr la verdadera felicidad.


-¿Ante tanta miseria, nunca ha visto decaer su esperanza personal?

-No, me anima en mi lucha no sólo la fe en el Dios de Jesucristo, sino el creer que los pobres son siempre fuerza de liberación, capaces de protagonizar su propia vida. Intento tener mucho cuidado con las ayudas; éstas tienden a crear dependencia. Sufro al dar ayuda, no quiero que se humillen. Quizá no se entienda en una sociedad que vive de subvenciones, pero al final estas subvenciones esclavizan más que liberan.


-¿Teme por la presencia asturiana en África?

-Ahora mismo no hay ningún sacerdote asturiano en la misión diocesana en África, y como es algo que no se puede perder, estoy dispuesto a regresar solo.

RD

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