El Profeta Amós denuncia abusos e injusticias de los poderosos y ricos. En su denuncia, pone a Dios por testigo, poniéndole a favor de los pobres. Y no se contenta con hacerlo en general, pormenoriza las formas distintas mediante las que unos se enriquecen injustamente y otros sufren las consecuencias. Estas mezquindades no fueron exclusivas de los contemporáneos de Amós, sino de todas las épocas, incluida la nuestra. Las formas son distintas, hoy mucho más sofisticadas, pero, en el fondo, lo mismo.
Jesús, en el Evangelio, escoge y llama a Mateo para que le siga como discípulo; este, dejándolo todo, secunda la voluntad de Jesús.
Llamada de Leví, el de Alfeo, o sea, de Mateo
Mateo, para Marcos, es “Leví, hijo de Alfeo” (2,14), y para Lucas, “Leví” (5,27). El nombre no es tan importante como su persona. Era un recaudador de impuestos. Estos, normalmente, eran ricos, y su riqueza no solía ser muy “limpia”. Vulgarmente se les consideraba, si no ladrones, sí aprovechados de los pobres, y, por tanto, personas despreciables y despreciadas. Colaboraban con el enemigo usurpador, no eran bien vistos.
Jesús no le da opción: “Sígueme”. Mateo se levantó –estaba sentado al mostrador- y le siguió. Como había hecho con Simón y Andrés: “Seguidme y os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19); y, luego, con Santiago y Juan: “Los llamó y ellos, dejando la barca y a su propio padre, le siguieron” (Mt 4,21-23). Y, con matices distintos, con el resto de discípulos… hasta llegar a nosotros.
¿Qué significa seguir a Jesús? Quizá para responder adecuadamente, tendría que hacerlo cada seguidor. Pero, aparte los matices distintos en cada uno, en cada una, seguir a Jesús significa dejarse atraer por él. Se trata de una atracción especial, un tanto misteriosa, captada y secundada por la persona llamada, pero no siempre comprensible para los demás. San Pablo lo expresa así: “Cuando Dios me eligió y tuvo a bien revelarme a su Hijo y hacerme su mensajero, al instante, sin consultar a la carne ni a la sangre me dirigí…” (Gál 1,15-16). Seguir a Jesús es quedar marcados para toda la vida con sus valores, sus actitudes, su persona.
“El festín de pecadores”, en frase de san Jerónimo
Mateo, entusiasmado por el reconocimiento y la llamada de Jesús, y por ser capaz de secundarla, hace una gran fiesta con él y con sus amigos. Al hacerlo es consciente de lo que piensan de él no sólo los judíos, sino hasta los propios discípulos del Maestro. Más todavía, el propio Jesús no niega que los publicanos –y Mateo entre ellos- sean pecadores. Su compasión y misericordia no suponen el engaño, sino que se construyen sobre la verdad. Admitiendo que se encuentra entre pecadores –no necesita que se lo recuerden-, confiesa que es a ellos a quienes ha venido a buscar y, como buen médico, a curar.
Una vez más, la disyuntiva es justicia o perdón. Para el fariseo estaba muy clara la opción de la justicia, tan clara que no soporta que Jesús escoja el perdón. Esta es la gran noticia de Jesús que habría que predicar sin cesar: “Tus pecados están perdonados”, insistiendo en la falsedad del lema fariseo: “Suprimir el pecado y al pecador”. Hay que escoger entre misericordia y rigor. Porque Jesús optó inequívocamente por la misericordia, nosotros tenemos que, al seguirle, hacer lo mismo.
“Misericordia quiero y no sacrificios”. Y lo dice delante de personas tan devotas que no se les escapaba ni un diezmo de la menta y el comino, pero lo hacían con un corazón inmisericorde que cada vez los endurecía más. Nosotros aprendamos de Jesús que, además de ser “manso y humilde de corazón”, es compasivo y misericordioso, y ha venido a buscar a los cansados, enfermos y pecadores, o sea, a nosotros.
Fray Hermelindo Fernández Rodríguez
La Virgen del Camino
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