Friday, April 17, 2020

JESUITAS: Los padres jesuitas y las epidemias en las reducciones por Roberto L. Elissalde



A finales del Siglo XVIII, las reservas eran caldo de cultivo de todo tipo de enfermedades y los padres de la Compañía le ponían el cuerpo, ayudando a los naturales y luchando contra sus mitos.

En un reciente libro, el cardenal Robert Sarah, al referirse al empobrecimiento de las estructuras educativas, lo califica de sobrecogedor. “La enseñanza de la historia es un síntoma de ese empobrecimiento. Una materia tan noble, que hasta ahora había sido la base de las humanidades, se ha relegado a la categoría de enseñanza prácticamente inútil”, afirma.
No hace falta decir cuan cierto es esto. Por eso, en estos días de la Semana Santa vamos a ofrecer a los lectores testimonios de algunos padres de la Compañía de Jesús que, en algún caso, impresionan por su dedicación a través de documentación muy poco trabajada en el aspecto de la historia de la Medicina.

La epidemia de 1919, la Asistencia Pública y un tango

Para celebrar el bicentenario de la Independencia argentina, en 2016, la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires editó “Entre los Jesuitas del Gran Chaco. Compilación de Joaquín Camaño S.J. y otras fuentes documentales del S. XVIII”, edición preparada por Ernesto J. A. Meader, fallecido en marzo de 2015, y María Laura Salinas, Julio Folkenand y José Braunstein.
La lectura de estas fuentes, algunas editas en su totalidad, varias parcialmente y otras inéditas, brindan -lo mismo que las Cartas Anuas- una información que resulta de inmenso valor para estudiar la obra de la Compañía de Jesús. Más allá de algunos párrafos con una visión muy particular al referir a ciertas materias, es una documentación trascendental para conocer la vida en las reducciones jesuíticas, en los colegios que habían establecido y distintos aspectos relacionados con la vida cotidiana.

Un esclavo de los Urquiza y el gesto de Manuel Belgrano


En este momento en que millones de personas en el mundo vivimos en cuarentena por el coronavirus, pretendemos dar una visión de las epidemias y pestes en las que vivieron, actuaron y aún murieron aquellos religiosos.
El pueblo de San José de Vilelas, ubicado en el Gran Chaco, había sido misionado por religiosos franciscanos y también del clero secular. En 1757 el obispo del Tucumán, Pedro Miguel de Argandoña, encargó a los padres de la Compañía la atención espiritual de estos indios. El padre riojano Bernardo de Castro fue el encargado de la atención y dejó un valioso testimonio de esa misión. Había nacido el 1º de agosto de 1719 e ingresó a la Compañía de Jesús en el Paraguay el 3 de junio de 1747. Como cura de San José de Vilelas le llegó la noticia de la orden de expulsión el 27 de agosto de 1767. Instalado en Faenza, Italia, de esa época es la relación sobre ese pueblo que en materia sanitaria vamos a comentar en esta nota. Allá en Faenza el 15 de marzo de 1781 murió este jesuita nacido en nuestro territorio.

Mujica Láinez, el hombrecito del azulejo y dos epidemias

En la Relación manifiesta, cosa común en todos los naturales, “el vicio dominante de la embriaguez”, y al referirse a sus “médicos” llama la atención su venalidad porque "no curan a los enfermos si primero no les pagan”, acota, más si sus atenciones no tenían el fruto esperado y moría el paciente, cuál una moderna multa restituían lo que habían recibido. Para heridas o contusiones no utilizaban a sus “facultativos”, pero si el era enfermo importante “antes de comenzar las curas proceden las consultas de los médicos entre sí”.
La primera medicina consistía en “chuparles la parte lesa, magullándole con los dientes la carne”, pero si ésta no resultaba el enfermo debía dar de beber "a toda la ranchería (que de ordinario se compone de 100 a 200 almas)” por espacio de una o dos semanas, y si en ese período no mejoraba el enfermo, "la cura etílica proseguía por tres meses o más”. A ello se agregaban los bailes día y noche, sin cesar.

Pueyrredon y la epidemia en Cádiz

En 1766 entró la peste al pueblo de San José de Itatines, escribió el padre Castro, que se encontraba solo porque su compañero se había trasladado a otro lugar, “lo que en esta ocasión por espacio de tres meses o más hubo que trabajar y padecer”. A las tareas de instruir y bautizar a los “adultos infieles, enterrar los muertos, se le añadía el cuidado de los cuerpos”, debía asistir a familias enteras por estar todos en cama "sin quedar siquiera algún niño que les pudiese dar un jarro de agua”, por lo que se veía precisado a hacerlo, lo mismo que a proporcionarles las medicinas. Los indios encargados de la cocina habían caído abatidos por el mal, por lo que el religioso se encargaba también de esa tarea al extremo de que los sacristanes y muchachos que colaboraban en la asistencia a los enfermos eran víctimas de la epidemia.
Por si fuera poco las poblaciones de españoles que iban desde el pueblo de Matará a las Petacas, donde el flagelo había llegado, desamparadas espiritualmente le pedían auxilio, lo mismo que para sus cuerpos. Utilizaba los remedios y cuenta el caso de un niño que sufría el mal, por lo que los padres llamaron a su “médico”, quien prescribió la famosa fiesta y algarabía ya comentada. El padre fue con un báculo “y dando a diestra y siniestra” hizo pedazos los cántaros de bebidas. Los indios engañados por el médico, se llevaron consigo al chico y "se fueron a los bosques (con) toda la parentela". A los dos días "volvieron trayendo al párvulo difunto y juntando el Padre todo el pueblo con el cuerpecito adelante, les hizo una seria exhortación y tuvo tan buen efecto, que en toda aquella epidemia ninguno se atrevió a intentar otra fiesta”.

La epidemia de fiebre amarilla en la Banda Oriental

Los religiosos acudían “a servir a los indios de médicos, cirujanos y enfermeros”; en caso de tratarlos en sus dolencias la desconfianza de ellos los obligaba a “tomarles primero el consentimiento no sólo al enfermo, sino también a toda su parentela, para que cuando la medicina no tuviese el efecto que se pretendía, no atribuyesen a malicia del Padre la muerte del enfermo”.
Apunta finalmente que una indiecita de 12 años se cayó en el monte, adonde había ido a buscar raíces para comer, con otros compañeros. Un árbol seco se derrumbó en ese momento sobre ella y “le hizo pedazos el muslo superior”, por lo que la llevaron al pueblo en una red y, avisado el padre, fue a aplicarle algunos remedios hasta donde podían “por estar la quebradura en la parte menos decentes en semejante sexo”. Instruyeron a los más capaces para que ajustaran los huesos y les dejaron un parche y unas tablillas, mientras que el religioso diariamente “le curaba las heridas”. Extrañado porque no se levantaba después de un tiempo, la niña le contó que tenía el parche y las tablitas no donde tenía la quebradura sino en la rodilla. Y apunta “los que esto ejecutaron de esa suerte, después de una larga y repetida instrucción fueron los ya cristianos, qué se podría esperar de los recién sacados de los bosques". La chica "quedó con vida, de aquel golpe pero quedó tuerta, sorda, manca y coja”.

Nacimientos y muertes en la epidemia de fiebre amarilla

Aquella peste sólo se llevó seis adultos pero también 50 niños. Uno de los primeros “fue el médico que recetó la fiesta, su mujer y otros parientes suyos, uno de ellos un viejo de más de 90 años, que nunca se había casado…” .
El valor testimonial de la sociedad de esa Reducción de San José de los Itatines merece un trabajo de mayor extensión, que con otros de seguro habremos de escribir.

Roberto L. Elissalde
* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

Gaceta Mercantil

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