Saturday, February 28, 2009

El silencio

Un monje. Para aprender a escuchar

Fr. Ramón de la Cruz


Escribo desde un monasterio escondido en medio de las montañas. Es un monasterio que representa toda una tradición de silencio y soledad. Durante siglos los monjes del mundo entero nos hemos apartado a la soledad por considerar de gran valor el silencio. La ciudad, antes y ahora, han sido siempre símbolos del ruido y el ajetreo, aunque sean sólo el modo exterior de nuestros ruidos más profundos.


El hombre moderno de hoy busca nuestro espacio tranquilo como un refugio. Se podría decir que es él, y no noso­tros, el que huye del mundo, de su ruido, de su prisa, del estrés que lo llena todo. Hoy el monasterio silencioso supone una fuga mundi del hombre y mujer de la calle. También lo es la casa rural, el paseo por la montaña, y tantas formas actuales de turismo.


En esta huida, la mayoría intuyen el valor del silencio, su poder sanador. El silencio hoy se busca como una terapia que pueda reparar nuestro cerebro lleno de preocupaciones y prisas. Pero todos saben que ese espacio silencioso es sólo un breve descanso; la vida de cada día, con su desenfreno, se acaba imponiendo siempre. Y cuando la huida de la ciudad no es posible, entonces se buscan en ella espacios de relax, grupos de meditación, de yoga, todo con el fin de poder sobrevivir.


Pero el silencio de los monjes no está hecho para calmar la mente, no supone una experiencia de relajación, una dormidera ante el agobio de la vida. La pedagogía del silencio monástico está estudiada para aprender a escuchar. Por eso en el monasterio el silencio no es un absoluto, es sólo una condición para estar atentos. Este no es un silencio fácil, pues siempre están ante nosotros el ruido de los pensamientos y de las pasiones más bajas, los deseos ocultos que nos esclavizan.


El monje en su celda, sin distracción alguna, trabaja laboriosamente por abrirse paso en medio de sus propios ruidos. El silencio externo, el más visible y románticamente atractivo para muchos, esconde toda una lucha en la que el solitario se debate. Lo que sostiene al monje en esta lucha es una pasión irrefrenable, aunque no siempre perceptible: la de escuchar, en el mismo silencio, una Palabra de sentido, una Palabra eterna. San Juan de la Cruz lo dice bella y profundamente: “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”. El silencio monástico no ofrece al mundo de hoy un espacio meramente te­ra­péutico, aunque esto tenga su valor. Sino la condición para escuchar desde lo más profundo del universo y de nosotros mismos la Palabra que nos diga quiénes so­mos, hacia dónde vamos. Cuando la men­te y el corazón se vuelven verdaderamente silenciosos, la Palabra eterna de Dios se hace presente: “Cuando un silencio sereno lo envolvía todo, y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde los cielos” (Sa­bi­duría 18,14-15). Y entonces ya no es necesario huir de las ciudades para experimentar el silencio, nos acompaña siempre.


El Ciervo

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