Compartimos la Palabra
“Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles”
La Sagrada Escritura utiliza con frecuencia términos referentes al mundo de la construcción para expresar la relación del hombre con Dios, de los hombres entre ellos y del hombre consigo mismo. La lectura del día de hoy es un claro ejemplo de ello.
San Pablo, que en la carta a los Corintios se refiere a sí mismo como “hábil arquitecto”, en esta lectura nos dice, por un lado, que estamos cimentados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, esto es, edificados sobre el Antiguo y Nuevo Testamento, ya que los apóstoles predicaron lo que los profetas habían anunciado. Y por otro, que el mismo Cristo Jesús es la piedra angular, la primera y la más importante, la que sirve de apoyo y de punto de unión, sobre la que se levanta un edificio consistente: un templo consagrado al Señor. Nosotros, los cristianos, somos piedras vivas para la construcción de ese templo, pero sólo podemos formar parte de él si estamos unidos a Cristo, el primer fundamento es creer en Cristo, esperar en Él y confiar en Dios. Si vamos por libre no construimos, destruimos.
Fijando la atención en la trayectoria del apóstol Santo Tomás, cuya fiesta celebramos hoy, y teniendo en cuenta que fue un incrédulo que se convirtió en creyente, me atrevo a decir que estar cimentados sobre el cimiento de los apóstoles puede ser también estar cimentados sobre la debilidad, pero una debilidad que es fortaleza porque está íntimamente unida a Cristo. Con Cristo, por Cristo y en Cristo todo lo podemos, es Él el que capacita a los apóstoles, hombres débiles como nosotros, para ser cimientos, y a nosotros para ser piedras del templo espiritual. Es más, para ser nosotros mismos templos del Espíritu. Nadie, pues, se debe sentir excluido. Si Jesús, como dice el salmo responsorial, mandó a sus discípulos: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio, es porque quería hacernos partícipes a todos de este inmenso don.
“Señor mío y Dios mío”
De todos es conocido el relato de la aparición de Jesús a los discípulos. San Juan lo narra con tal precisión de detalles, que fácilmente podemos imaginar la escena e incluso sentirnos parte de ella misma.
Las palabras que brotan de la boca de Tomás, “Señor mío y Dios mío”, tras el encuentro con el Resucitado, son un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites. Desde ese momento el incrédulo Tomás fue un hombre distinto. Su fidelidad al Maestro fue para siempre firme e incondicional hasta el punto de que, según nos dice la Tradición, murió mártir por la fe en su Señor. Gastó la vida en su servicio.
En la repuesta de Jesús: “dichosos los que crean sin haber visto”, estamos señalados todos nosotros que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Como dijo San Juan Pablo II: “Ésta es la fe que nosotros debemos renovar, siguiendo la estela de incontables generaciones cristianas que a lo largo de dos mil años han confesado a Cristo, Señor invisible, llegando incluso al martirio. Debemos hacer nuestras las palabras de Pedro: Vosotros no lo visteis, pero lo amáis; ahora, creyendo en Él sin verlo, sentís un gozo indecible. Ésta es la auténtica fe: entrega absoluta a cosas que no se ven, pero que son capaces de colmar y ennoblecer toda una vida”.
Que el Señor nos lo conceda por la intercesión de Santo Tomás.
MM. Dominicas
Monasterio de Sta. Ana (Murcia)
Monasterio de Sta. Ana (Murcia)
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