Conocí a Carlos Riesgo en una comunidad de Fe y Luz que lleva por nombre Ephetá, que significa: ¡Ábrete! Una comunidad que reúne, alrededor de la Palabra de Dios y de la construcción de la fraternidad, a niños y niñas con alguna deficiencia mental o psíquica, a sus familiares y a sus amigos. Jean Vanier y Marie Hélène Mathieu, fundaron estas comunidades hace ya más de treinta años y se han ido extendiendo a lo largo y ancho del mundo. En Colombia está apenas naciendo una de ellas; lleva unos años de camino lento y pausado, como debe ser el proceso de cualquier obra que de verdad quiera llegar a ser grande, como las ceibas de nuestros campos o el grano de mostaza del Evangelio.
Carlos sufre de una parálisis cerebral y tiene muchos problemas para moverse y para hablar; pero sus ojos, vivos como centellas, dicen más de lo que sus difíciles palabras alcanzan a expresar. Un buen día, a propósito de un encuentro al que fuimos un fin de semana junto con otras comunidades llegadas de otras ciudades, me pidieron que estuviera especialmente pendiente de Carlos los tres días que estaríamos reunidos. Él se defiende muy bien y hace prácticamente todo por sí mismo; lo único que necesitaba era apoyo y respaldo por cualquier eventualidad. Yo acepté el reto con mucho gusto.
Ese bendito fin de semana recibí una de las lecciones más importantes de mi vida; en esos tiempos estaba yo haciendo unos estudios de especialización en teología y contaba con un grupo de distinguidos profesores, todos ellos doctores. Sin embargo, el mejor profesor que tuve durante esos años fue Carlos Riesgo, no lo puedo dudar. El necesitaba apoyo y yo necesité paciencia... mucha paciencia, porque Carlos lo hace todo lentamente, a su ritmo: comer, moverse de un lugar a otro, acomodarse en su silla, arreglarse por las mañanas... Desacelerarse un fin de semana completo, para los que vamos por la vida como una moto, no resulta un trabajo fácil. Y, dentro de lo que hace lentamente, lo que más me costó trabajo fue su forma de hablar...
Cada vez que Carlos quería decirme algo, comenzaba a articular difícilmente las palabras, tratando de hacer una frase comprensible. Y yo, con el acelere de siempre, trataba de adivinar lo que quería decirme, sin dejar que él terminara. Tan pronto yo lo interrumpía con una frase que no era la que él estaba tratando de armar; hacía un gesto con la mano y comenzaba de nuevo su tortuoso esfuerzo por expresarse... De nuevo, el hábil sabelotodo, que quiere apurar el paso y ganar tiempo, se me salía con otra frase que tampoco lograba adivinar el trabalenguas... Y vuelva a empezar otra vez... Hasta que, poco a poco, fui aprendiendo que cuando yo me quedaba callado y esperaba a que Carlos terminara de decir lo que quería decir, a la velocidad que él iba, entonces, ¡oh milagro!, entendía que lo que quería era un vaso con agua o que le alcanzara fruta...
“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que escondiste de los sabios y entendidos. Sí, Padre, porque así lo has querido”. Este grito de júbilo de Jesús debió nacer después de haberse encontrado con alguna de estas personas que la sociedad desprecia o considera inútiles. Son ellos los depositarios de los secretos del Reino de Dios. Por eso, gracias a Carlos, el Señor me gritó: ¡Ephetá! para enseñarme a escuchar a los demás sin interrumpirlos; para aprender a callar y a respetar el ritmo de los sencillos... No se si he logrado vivir todo esto, pero siento la responsabilidad de alabar con Jesús la ocurrencia de Dios de revelarle los misterios del Reino a los más pequeños, ocultándolos de los sabios y entendidos. Por eso, tenemos que pedir todos los días que el Señor quiera abrir nuestros oídos para saber escuchar sus mensajes y dejarnos evangelizar por los más pobres de nuestra sociedad. “Sí, Padre, porque así lo has querido”.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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