Se cuenta que los astronautas, al observar la Tierra desde el espacio, en la primera semana suelen contemplar únicamente su país; en la segunda, comienzan a identificarse con su continente; y, a partir de la tercera semana, experimentan un sentido de pertenencia a un solo planeta. Quizás este proceso refleje de manera concentrada el recorrido de la humanidad: un tránsito desde un instinto tribal, donde el sentido de pertenencia a un grupo suele ser excluyente, hacia una visión cada vez más amplia de fraternidad universal.
Utilizando esta imagen, muchas veces en nuestra sociedad nos comportamos como el astronauta en su primera semana, en nuestro instinto más tribal de un “nosotros”, portadores de la verdad, contra unos “otros” siempre amenazantes. Esto ocurre también en nuestra fe, cuando está más cargada de fenómenos culturales y elaboraciones humanas —repletas de narcisismo y autocentramiento— que de una experiencia espiritual que surge de un encuentro personal con Dios. Es entonces cuando absolutizamos nuestras creencias y los dogmas se vuelven obstáculos.
En este punto, la identidad se repliega hacia sí misma y su afirmación se convierte en negación de las demás. En un mundo polarizado, donde las diferencias culturales, políticas y religiosas a menudo se utilizan como pretexto para la división, el reto es avanzar hacia una mirada más amplia, en la que nos reconozcamos hermanados por un deseo de trascendencia y fraternidad que es fuente de comunión universal.
Ovi Menéndez
pastoralsj

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