30/06/25.- Las camionetas ya no están en cada esquina. Los helicópteros no sobrevuelan tan cerca. Las redadas, dicen algunos, han disminuido. Pero hay heridas que no se miden en número de arrestos, sino en la forma en que una comunidad aprende a vivir con miedo sin dejar de cuidar la vida.
Este junio, las redadas de ICE (inmigración y control de aduanas) en Los Ángeles van dejando algo más que casas vacías y negocios cerrados. Van dejando una herida invisible pero profunda, una que toca estructuras, cuerpos y almas. Y como acompañantes pastorales, como creyentes con los ojos abiertos, tenemos el deber de nombrarla.
Una fractura estructural: ya no confiamos igual
Durante años, los migrantes aprendimos a movernos con prudencia, pero con cierta esperanza: que las escuelas eran para aprender, que los hospitales eran para sanar, que las parroquias eran para refugiarse. Este mes, muchos vimos esas certezas derrumbarse.
Las redadas no solo están rompiendo puertas. Rompen el pacto silencioso de protección que aún subsistía en ciertos espacios. El mensaje es claro: nadie está exento. Y lo más doloroso es que, desde el poder, muy pocas voces se han alzado públicamente de manera contundente y sistemática para denunciarlo.
La comunidad lo está viendo, lo está sintiendo: el silencio de muchas instituciones pesa tanto como el equipo táctico de los agentes. Pero en medio ese silencio está saliendo algo a flote: que la verdadera protección no viene de arriba, sino de los abrazos, las redes, los fondos solidarios, las ollas compartidas, los mensajes que dicen: “Si necesitas un lugar donde quedarte, ven a mi casa”; “si necesitas que alguien recoja tus medicinas, llámame”; “memoriza mi teléfono por si te llegan a arrestar”.
Esto es como un arma punzocortante que se hunde más hondo con cada día: una herida psicológica que no se ve, pero que deja marca. Este es un miedo que se hereda, que se filtra como huésped indeseable en los hogares migrantes.
Esta semana, hay niñas que han dormido con la mochila lista, por si tienen que irse con una vecina o un familiar. Hay adolescentes que faltaron a la escuela para cuidar a su madre, “por si pasa algo”. Hay padres que salieron al trabajo dejando instrucciones, nombres, números, palabras que no deberían formar parte de ninguna infancia.
La infancia migrante está internalizando un mensaje cruel: “Mi familia no es bienvenida aquí”. Ese mensaje no necesita ser gritado. Se transmite en las sirenas que se acercan, en las miradas que juzgan, en los comentarios que no disimulan el desprecio y en la certeza de que todo puede cambiar en un instante.
Este miedo se quedará. Habitará los sueños, los cuerpos, los proyectos interrumpidos. Por eso no basta desear que las redadas cesen. Habrá que acompañar espiritualmente los efectos de lo que se sembró con brutal y premeditada violencia.
¿Sanará esta herida?
Quizá un día esta herida cicatrice. Pero ¿cómo se verá esa cicatriz en el rostro de nuestra comunidad? Tal vez como una nueva lucidez: Aprendimos que nadie desde el poder va a defendernos. Ya no creemos en promesas vacías. Sabemos que habrá quienes intenten beneficiarse políticamente de nuestro sufrimiento, nos ofrecerán soluciones de campaña, discursos que nos instrumentalizan. Pero también hemos aprendido a ver a través de esa hipocresía.
Y en medio de todo, nuestra esperanza no ha muerto. Y la cicatriz, cuando llegue, no borrará la memoria. La transformará. Será una cicatriz que diga: “Aquí algo se desgarró y dolió. Pero aprendimos como resistir y levantarnos”.
La pastoral del cuidado real
Desde la fe, no podemos quedarnos callados. Esta es una crisis legislativa, sí, pero también una crisis espiritual. Porque cuando una comunidad entera es tratada como sospechosa, cuando se siembra miedo en un campo donde debería florecer la dignidad multicultural, el Evangelio nos llama a estar, a nombrar, a acompañar. No para ser héroes, sino para ser presencia fiel. Para ser testigos de cómo el Espíritu sopla donde duele. Resiste donde persiguen. Sana donde otros rompen. Y para decirle al mundo, con voz serena y firme: “Aquí estamos y seguimos siendo humanos. Seguimos siendo dignos. Seguimos siendo comunidad.”
En lo más hondo, una semilla resiste. La fe no se rinde.
Yolanda Chávez
Eclesalia
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