Sunday, March 02, 2008

Homilía Evangelio de hoy: LA CEGUERA DEL CORAZÓN

Por Gabriel González del Estal


1.- En este cuarto domingo de cuaresma se nos habla de luz y de tinieblas, de unos ojos que quieren ver y de unos corazones que se empeñan en no ver, de un mirar y juzgar según los ojos de la carne y de un ver y mirar desde el corazón. Dice la sabiduría popular que no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver. Frecuentemente tendemos a no querer ver lo que no nos interesa ver y a no oír lo que no nos interesa oír. Y así en lugar de caminar por el camino, difícil y recto, de la verdad y del bien, preferimos seguir caminando un día sí y otro también, por el camino más cómodo, pero equivocado, de nuestras continuas mentiras. Es la táctica del avestruz que esconde sus ojos debajo de sus alas, para no ver el peligro que se le acerca. No es que nuestros ojos del cuerpo no puedan ver, es que nuestro corazón, miedoso y cobarde, no nos deja mirar en la dirección acertada. La peor de las mentiras es aquella con la que tratamos de engañarnos a nosotros mismos. Un corazón sincero y noble busca siempre hacer el bien y quiere estar iluminado por la luz de la verdad, aunque la luz de la verdad ilumine y ponga al descubierto sus miserias más íntimas. Un corazón sincero y humilde le pide siempre al Señor que sea la Luz de Dios –la luz de la verdad y del bien- la que ilumine los senderos de su vida.


2.- El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón. El Señor había dicho al profeta Samuel que había escogido para rey a uno de los ocho hijos de Jesé, de Belén. Y el profeta Samuel pensaba que el Señor habría escogido, sin duda, para un cargo tan arriesgado y difícil, al más valiente y fuerte ellos. Pero el Señor, que no miraba las apariencias, sino el corazón, había elegido al más pequeño, a David, que en aquel momento, estaba guardando el rebaño. Y el rey David sería después el que fundaría el reino y la estirpe de la que nacería el Mesías salvador del pueblo. Tampoco nosotros debemos juzgar a las personas por las apariencias. La apariencia es siempre algo externo, que se puede improvisar y manipular. Tenemos que mirar el corazón, la bondad o maldad de la persona, su sinceridad, su honradez, su generosidad. A las palabras, como a los vestidos y demás adornos, se los lleva el viento o la moda. Lo más valioso de una persona, en lenguaje bíblico, es el corazón. A un corazón humilde y generoso nunca lo desprecia el Señor.



3.- Toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz. Por eso, San Pablo recomendaba a los Efesios que caminaran siempre como hijos de la luz. Las tinieblas, en terminología paulina, son el reino de la mentira y del mentiroso por excelencia, el Maligno. La luz es el reino de la bondad, de la justicia y de la verdad. ¡Que maravilloso programa de vida para nosotros, los cristianos: buscar siempre la bondad, la justicia y la verdad! Un programa que no podremos nunca realizar con nuestras solas fuerzas. Necesitamos que la gracia de Dios nos ilumine y nos fortalezca, necesitamos que Cristo sea siempre nuestra luz. Vamos a pedirle esto al Señor, que él sea nuestra luz. Así avanzaremos alegres –hoy el domingo laetare (alegraos) —por un verdadero camino de conversión hacia la Pascua.



4.- ¿Nos vas a dar tú lecciones a nosotros? Los fariseos pensaban que el ciego de nacimiento había nacido empecatado de pies a cabeza. La ceguera era un castigo de Dios. No se podía esperar nada bueno de una persona que había nacido ya empecatada desde el vientre de su madre. El corazón fariseo miraba con orgullo y con desprecio a los que creían pecadores, los expulsaban de su sinagoga. No miraban el corazón de las personas, miraban sus apariencias y por sus apariencias los juzgaban. Así es como ellos –los fariseos- se convirtieron en los verdaderos ciegos de la parábola, mientras que el ciego de nacimiento vio con claridad la verdad del Hijo de Dios. Los fariseos no podían ver la verdad del Hijo de Dios porque habían blindado su corazón con la falsa luz de su santidad legal. Nadie podría convencerles de su error, porque se lo impedía la orgullosa ceguera de su corazón. También nosotros, los cristianos, nos comportamos a veces como orgullosos aristócratas del espíritu y de la santidad y miramos con un cierto orgullo y desprecio fariseo a los que no parecen legalmente tan creyentes y tan santos como nosotros. Jesús de Nazaret, el que comía con publicanos y pecadores, no era así.


De Betania

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