Por José María Martín OSA
1.- Hambre de pan y hambre espiritual. Dios no quiere el hambre, es un mal contra el que hay que luchar. Sin embargo, hay también un sentido espiritual de “pasar hambre”. En tiempos de los profetas fue necesario que el pueblo pasara hambre para que se diera cuenta de la necesidad de llenarse de Dios. Por eso Isaías invita a todos a comer y a beber de balde, pues Dios ofrece su alimento. El hambre espiritual consiste en anhelar la fiesta que Dios prepara, la sed espiritual es la sed de la sabiduría que refresca y nos da vida. Dios “abre su mano y nos sacia de favores”. El es la fuente que sacia nuestra sed de felicidad. Hay otros que acuden a otras fuentes más caras y aprovechadas. El que nunca nos va a fallar es Jesús, porque nos ama. Sólo si respondemos adecuadamente a su amor encontraremos la satisfacción de nuestra sed y nuestra hambre espiritual. Decirle a Jesucristo “yo te amo” equivale a decir “Tú existes para mí y eres el sentido de mi vida, sin ti no soy nada…..”. Sólo la depresión o la ceguera pueden durante algún tiempo hacernos olvidar el amor de Cristo. Pero nada ni nadie pueden apartarnos de su amor.
2.- Un texto cargado de simbolismo. El milagro de la multiplicación de los panes está en los cuatro evangelistas. El número de cinco panes y dos peces (5 + 2 = 7) significa la plenitud del don de Dios. Y las «doce canastas» de sobras están significando la superabundancia de los dones de Dios. El número 5.000 representa simbólicamente una gran muchedumbre. Los apóstoles, acomodando a las gentes, repartiendo el pan y recogiendo las sobras, hacen referencia a la Iglesia, dispensadora del pan de los pobres y del pan de la Palabra y la Eucaristía. Jesús une la palabra y el pan. La Iglesia, si quiere ser riel a Cristo, ha de unir a la palabra el pan de la caridad.
Si mi prójimo dice: «tengo hambre», es un hecho físico para el hermano y moral para mí. Basta que pongamos nuestros cinco panes y dos peces. Y estos cinco panes y dos peces pueden ser quizá mis muchas o pocas virtudes, mis logros, triunfos pero también mis caídas y fracasos. En definitiva basta que nos abramos completamente a Jesús y le demos todo lo que tengamos sea poco o mucho, de esto Él se encarga.
3.- El gran milagro es el del “compartir” los dones que Dios nos ha dado. Los pastores de la Iglesia han de dar ese pan y ayudarnos a compartirlo. Deben ayudar a que llegue a todos el pan que mata el hambre del cuerpo, y el pan de la palabra y la Eucaristía, que sacia el hambre más existencial del hombre. En este milagro de la multiplicación de los panes se ven como diseñadas las tareas pastorales de la Iglesia: predicar la palabra, repartir el pan eucarístico y servir el pan a los pobres. El fondo profundo de este milagro es que, aunque fuera un hecho verdaderamente espectacular, no fue más que un leve signo de una profunda realidad: Dios se da a sí mismo en alimento con infinito amor para consuelo y vida de los hombres. «Yo soy el pan vivo —dice Jesús— bajado del cielo» (Jn 6,51). Pero la multitud que sigue a Jesús, le escucha y come su pan, hoy como ayer, por desgracia, no se convierte ni adapta su vida a las enseñanzas de Jesús. Así el Señor les llega a decir: «Me buscáis... porque habéis comido pan y os habéis saciado» (Jn 6,27). ¿No sigue sucediendo esto mismo hoy en la Iglesia?
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