Sunday, December 28, 2008

La Familia, Promesa de Vida y Esperanza

Mucho se habla de la familia en estos tiempos. Y la mayor parte de las veces, cuando los que hablan son eclesiásticos, para decir que está en crisis, que se pierden los valores, que ya no es lo que era. En la familia es donde recae casi siempre ese discurso pesimista que tantas veces repetimos cuando nos ponemos a hablar de la sociedad de hoy.


Si todo o casi todo es malo, la familia no puede ser menos. Si atendemos a lo que se oye por ahí, tendríamos que concluir que la familia está en una pésima situación.
Está casi en situación terminal: ya no hay verdadero amor, la violencia está presente en los hogares, no se educa a los hijos, se deja abandonados a los padres cuando son mayores y están solos o enfermos, los lazos familiares ya no conservan ni la apariencia...
Es más, se habla de un ataque combinado de la sociedad contra la familia. Parece ser que todos los males, o la mayor parte de ellos, provienen de ese ataque externo, de los ideólogos que pretenden destruir la familia para destruir a la persona... Divorcio, aborto, matrimonio de homosexuales, parejas de hecho, posibilidad de que parejas homosexuales adopten, todo son signos de ese ataque que, algunos piensan, está perfectamente planificado.


Una familia normal de su tiempo



Hoy miramos a la familia formada por Jesús, María y José. O José, María y Jesús. Tanto da. No sabemos mucho cómo eran. Probablemente el estilo de vida de una familia en aquellos tiempos era muy diferente de lo que hoy nos parece normal o deseable. Pero sabemos que, como dice el Evangelio al final, “el niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.” Es decir, aquella familia, la relación entre José y María, se convirtió en el lugar donde Jesús pudo crecer físicamente y como persona. En libertad y responsabilidad.
Probablemente se tuvo que enfrentar a la dureza de la vida mucho antes de lo que nos parece deseable que lo hagan hoy los niños. Casi con toda seguridad Jesús tuvo que trabajar desde su más tierna infancia. En la paúperrima Galilea de aquella época no había otra forma de conseguir que la familia tuviese no ya un adecuado nivel de vida sino el mínimo para subsistir. Ese mismo trabajo, en absoluto liberador ni creativo, sino más bien esclavizador y durísimo, le haría comprender la necesidad de liberación de su pueblo. Jesús vivió entre los oprimidos y en ese contexto, como oprimido él mismo, recibió las primeras ideas sobre Dios y la relación con él. Sin duda, fue en el seno de su familia donde escuchó por primera vez el gemir del pueblo, de sus mismos padres, pidiendo a Dios la liberación de la opresión.
La infancia de Jesús no fue parecida a la de los niños de clase media de muchos de nuestros países. Más bien se pareció a la de los niños de la calle. Quizá teníamos que pensar menos en lo mal que está la familia y comprometernos a crear unas condiciones sociales en las que las familias tengan los medios para vivir más allá de la subsistencia, para crecer como personas, para educar a sus hijos en libertad y responsabilidad.


La familia, signo del amor de Dios


La familia es un proyecto que pretende un objetivo muy alto. No todos lo consiguen. La fidelidad para siempre, el amor perfecto y tantas otras cosas son deseos a veces inalcanzables si tenemos en cuenta la realidad social, económica, cultural, etc en que viven tantas personas. Hay muchos que lo intentan. De muy diversas formas. No hay que condenarlos sino acompañarlos. Están en proceso de crecer (como el niño Jesús). Por el camino a veces se producen fracasos, meteduras de pata. Es el momento de estar cerca, de echar una mano, de liberar y no de oprimir. De abrir posibilidades de futuro y no de cerrar las puertas y dejar a las personas en situaciones imposibles.
No todos cumplen con el ideal de familia que nos hemos propuesto. Es muy difícil que así sea. Por eso hay que alabar los intentos de acercarse a él. Hay que bendecir siempre el amor, aunque no sea perfecto. Hay que ser capaces de ver las semillas de vida que están presentes en situaciones a veces oscuras. El amor, todo amor, es siempre signo y semilla del amor de Dios, del amor enorme, inmenso, eterno, con que Dios ama al mundo y nos ama a cada uno de nosotros. Nunca hay que pisotearlo. Más bien hay que cuidarlo, acompañarlo, animarlo. Para que nunca falten en este mundo testigos del amor de Dios. Para que las familias, con todos sus defectos, con todas sus limitaciones, sigan siendo promesas de vida, de futuro, de Reino para todos.
Fernando Torres Pérez
fernandotorresperez@earthlink.net

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