Por José María Maruri, SJ
1.- Nos quejamos de las idas y venidas que nos trae todos los años la Navidad, pero es endémico… desde la primera Navidad. Ya tantos meses antes de la Navidad le entran las prisas a la Virgen por ver a su prima y fue a su casa, con prisas, dice el Evangelio. Con no menos prisas vienen los pastores desde sus apriscos a Belén. A una estrella le entran prisas de anunciar a su Señor. Y no menores, a los Reyes Magos para no perder la pista de esa estrella.
Y es que un niño recién nacido siempre trae jaleo y prisas, nadie se puede estar quieto con el nuevo niño. Y si el Niño es nada menos que de Dios-con-nosotros, podéis imaginar el revuelo que trae, porque ante Él nadie puede quedarse indiferente. Cada uno tiene que tomar postura. Los que creen para adorarle y los que no creen, como Herodes, para quitárselo de encima, pero todos toman postura. Y a nosotros se nos pide tomar postura, tomar partido o en pro o en contra.
2.- A mi me impresiona en esta sencilla escena lo que yo llamaría el “endiosamiento” de María. “Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor”. Para aquellos primeros cristianos a los que se dirigía este Evangelio, ese Señor no es otro que Dios. Y en esas palabras puestas en boca de Isabel va toda la fe de aquella Iglesia que ya ponía a la Virgen en la frontera de la misma divinidad.
La cercanía de Dios siempre sobrecoge e impresiona. Cuando con un rayo de fe sentimos al Señor presente en el sagrario, en el copón, en el cáliz, nos sobrecoge nos hace caer en la cuenta de la dignidad excelsa de esos objetos que acogen a Dios, que los contienen, que los guardan, que lo protegen.
Y en esa expresión “la Madre de mi Señor” hay ese sobrecogimiento de encontrarse ante una mujer que lleva en si misma a Dios, que lo abraza en su seno, que no solo lo protege y ampara, sino que lo alimenta y lleva vivo en si misma… La Madre de mi Señor
3.- Un sentimiento cercano esta revoloteando a lo largo de todas estas fiestas y el de la Virgen, para todos nosotros no necesita especificación. Es María. Habrá muchas personas que han consagrado su virginidad a Dios, pero la Virgen no hay más que una. Como Dios no hay más que uno.
A ver si me explico lo que quiero decir y no dejo todavía más obscuro. El que el Hijo de Dios naciera sin intervención de hombre no tiene nada que ver en contra de la relación de hombre y mujer por la que todo niño viene al mundo. Esa es una relación santa y sagrada, inventada y bendecida por el mismo Dios. El sacramento del matrimonio no es una bendición que venga a limpiar, que venga a purificar lo que se creyese poco limpio en esa relación. Nada de eso. Es un sacramento que hace presente a Dios en esa misma relación inventada, planeada con ilusión, proyectada por la misma sabiduría, santidad y cariño de Dios.
4.- Cuando hablamos de la Virgen en lenguaje de fe, tal vez sin darnos cuenta, palpamos, nos acercamos al misterio de Dios que vive en María. La virginidad a la que nos referimos sin darnos cuenta es a la misma virginidad de Dios Padre, que como sabéis y sabemos sin entenderlo, ni hizo al Hijo, no creó al Hijo, sino que desde toda la eternidad sin intervención de nada ni nadie engendró eternamente a su Hijo.
Ese mismo Hijo, engendrado virginalmente y eternamente, vuelve a ser engendrado en el tiempo de la misma manera que lo fue siempre en el seno en el seno del Padre, es decir virginalmente. Creo que ahí señalamos, sin saberlo, al llamar a María la Virgen, porque Virgen en el sentido de Ella lo es, no hay, ni habrá nunca nadie.
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