Hace unos meses en una reunión de sacerdotes, mi Obispo, inquieto por la situación política de nuestro país nos instaba a pensar en la función de la Iglesia en este plúmbeo contexto, al dirigir su reflexión, afirmaba en tono suave y con cierto sabor a decepción que el pueblo católico no presta atención a la voz pública de su Iglesia. Cuando nosotros decimos paz, el pueblo vocifera guerra, cuando en los templos se pregona conciencia ciudadana, en las calles anida la corrupción, claro, el adagio popular lo confirma, que todo lo que el cura predica no se aplica, no obstante, es perentorio pensar en las raíces de la ineficacia de estas intervenciones.
Desde el principio hay que afirmar sin mella que existe una relación intrínseca e inseparable entre religión y sociedad, entre fe y praxis social, no puede privatizarse de ninguna manera la experiencia cristiana a la esfera individual. Jesús no fue un monje, alguien que deseara vivir exclusivamente alejado del mundo y sus circunstancias, tampoco la Iglesia es un club.
Las bienaventuranzas, corazón del evangelio exigen una responsabilidad social. La paz, la justicia, la libertad no pueden convertirse en vacuos sentimientos, su realización se concreta de cara y en contra de las condiciones históricas presentes. La buena nueva de Jesús no pertenece al rincón que evade al tiempo, al contrario, su proclamación se dio en un pugilato con los poderes públicos de la época. De ahí, que el mismo desenlace de su vida no acontezca en el recinto sacro del Templo de Jerusalén, tampoco en el silencio del Qumrám, sino en el patíbulo público de la cruz. Por una actitud apolítica, Jesús no habría sido crucificado.
Ahora, la Iglesia debe comprender que no puede vivir ni debajo, ni encima del mundo, ella no es una infraestructura, tampoco una superestructura. Su ser está siempre condicionado por la provisionalidad, de ahí, que pueda y deba actuar siempre como catalizador, una instancia de crítica social y esto obviamente implica que dentro de ella, se asuma con naturalidad y profundidad los valores del Reino que no son simplemente promesas o ideas reguladoras, sino imperativos críticamente liberadores.
El problema nace cuando la Iglesia evade el mundo y la responsabilidad que tiene con él, en el momento que se convierte en societas perfectas, en el prototipo de la sociedad, cuando en su mismo seno se reprime la libertad, la igualdad y la fraternidad por la ambición de poder, cuando actúa reaccionariamente ante la democracia y las constantes transformaciones.
En cada rincón del mundo la gente no olvida que la madre se convirtió en inquisidora, que nunca o retrasadamente habló para defender a sus hijos, que enmudeció solapadamente ante la amenaza del tirano, que se alió con él para no perder sus privilegios, al contrario, que gritó y persiguió vorazmente a los buenos hijos que pensaban, amaban, investigaban, inventaban y luchaban por la justicia y la paz.
En el caso colombiano, Las bayonetas y las sotanas han acompañado nuestra historia, la Iglesia aliada de aquí para allá con el poder político, económico y militar posee una deuda histórica con el país, puesto que su aparato doctrinal contribuyó a fundar una teocracia cuya dinámica es una especie de guerra teológica: devastación de las tradiciones indígenas y de su trato con la tierra, oposición a la guerrilla independentista de Nariño, Bolívar y los próceres, persecución y satanización del pensamiento liberal y democrático y alianzas con sistemas guerreristas de gobierno (Desde muchos púlpitos, por ejemplo, no resuena el mensaje de la paz de Jesús, sino el desaforado grito de guerra de Uribe)
La voz pública de la Iglesia resulta inerme por estos desvaríos. ¿Cuándo será la Iglesia una Fraternidad de libertad crítica? ¿Cuándo su praxis será revolucionaria y no simplemente contrarevolucionaria, resentida y quisquillosa?
Es necesario estar y hablar de una nueva forma. La Iglesia tiene que creer en serio que su ser es provisional, esto implica dejar atrás el dogmatismo y la tendencia a creer que sus dictámenes son absolutos, aprender a hablar corriendo el riesgo del error, de la equivocación. Hay que tomar en serio la maternidad de la Iglesia, y no sólo su magisterialidad. Dejar atrás ese tono rimbombante y misterioso de ultratumba y asimilar la vivacidad y sencillez de Jesús.
Es necesario que la misma crítica se instaure dentro de la Iglesia. No hay que proceder como en otros tiempos, la condena y la persecución del pensamiento liberal dentro de sus mismos miembros. Es un pesar que la reflexión crítica sea forastera de la institución.
Es necesario no tener miedo a estar en medio del mundo. La Iglesia no se puede convertir en una secta del desierto, que hunda su cabeza en la arena por temor a vivir en la plaza y en la calle, en las escuelas y universidades, en la selva y en las ciudades. Su compromiso inaplazable es entrar en diálogo con las distintas culturas, la ciencia, la economía y la política.
La Iglesia tiene el deber de ejercer su labor profética, entendiendo esta no como la promesa del eterno y próximo bienestar, sino profecía de la infelicidad, oferta no de seguir progresivamente hacia la felicidad, sino de parar, de volver, de resistir. Predicación que no tiene como base el acostumbrado: “Si hacen esto o aquello heredarán el Reino de Dios” sino, “Si no hacen esto o aquello, hecatombe”. Tiene pues carácter de ultimátum, interrupción y paralización.
Y este movimiento es posible y creíble, sí se opera un cambio, si la Iglesia en vez de estar suspendida sobre el cielo con las promesas de eternidad, embelesada con las nociones metafísicas de antaño, agazapada en las cavernas de sus propios miedos y cómoda en el deleite de sus privilegios, decide estar atenta, alegre, responsable y proféticamente en el mundo.
Diego Meza
Purgas Teológicas
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Diego MezaJoven sacerdote de la Diócesis de Ipiales, ubicada al sur-occidente Colombia, en la frontera con el Ecuador. Su proyecto vital puede resumirse con las palabras de Lucas en las Actas Apostólicas: “Predicar el Reino de Dios y enseñar lo referente a Jesucristo con toda valentía y sin estorbo alguno” 28,31
Sabe muy bien que “El ser humano puede en el mundo actual: vivir, actuar, sufrir y morir de forma verdaderamente humana: sostenido por Dios y ayudando a los demás, en la dicha y la desdicha, en la vida y en la muerte”; de ahí, que busque a la luz del Evangelio, depurar y purgar la vida y particularmente el camino cristiano de cualquier cepo y magulla.
Ha realizado estudios de ciencias religiosas, ética y pedagogía y sirve a su comunidad diocesana como animador de la catequesis y la pastoral educativa.
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